Epílogo

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Hoy, justo cuando he acabado de escribir, ha pasado la cosa más impensada y sorprendente que le puede ocurrir a un desesperanzado.
Me aprestaba ya a buscar la forma de publicar el escrito en la red, cuando un sonido peculiar y conocido llamó mi atención. Salí de la casa, tomando rumbo hacía el muelle. Una leve sonrisa se dibujó en mi rostro: la vieja motora de mi forzado amigo, el pescador, ronroneaba sobre las olas, pasándolas una por una con suavidad, sin mucha prisa, pero tampoco con lentitud. No estaba previsto que viniera ese día, me pareció algo sumamente extraño y a lo lejos pude observar otras siluetas humanas en la embarcación. Por unos breves instantes mi parco júbilo se tornó en contrariedad y resignación. El joven pescador traía, una vez más, a sus compañeros de juerga para pasar un rato en mi compañía y al amparo de la infraestructura de la casa. Claro, que ese diminuto espacio de tiempo se prolongaría hasta el día siguiente y yo tendría que postergar mis planes de publicación, aguantando además a tres o cuatro borrachos hablando, bromeando y blasfemando en japonés. No era una perspectiva nada prometedora, más cuando me proponía a publicar lo escrito. Pero como le había tomado cierto aprecio al muchacho, me recordaba bastante a Jonathan, muchas veces le toleraba tales interrupciones; además ni con una ametralladora de alto calibre podía obligarlo a regresar, mucho menos si ya se encontraban algo borrachos. Armado con sake y otros víveres, este samurái de la pesca llegaba, se instalaba, montaba su fiesta y no me dejaba dormir.
Y como ya dije, resignado y un tanto incómodo por la situación, abandoné el muelle. Dirigiéndome a unas rocas ubicadas al otro lado de la playa, con la firme intención de disfrutar los escasos minutos que me restaban de soledad.
Pues bien, para mi sorpresa, la motora llegó hasta el muelle, desembarcó a tres de los pasajeros y luego se fue. El joven ni siquiera se bajó de la lancha a ayudarles con un copioso equipaje. Y si raro era el comportamiento de mi amigo nipón, sus acompañantes me asombraron aún más. Eran dos mujeres y un niño, además de las referidas maletas. Sorprendido hasta los tuétanos, no atiné a moverme de mi posición. Una de ellas, que parecía ser más joven, comenzó a caminar en mi dirección, indicándole a sus acompañantes que aguardaran mientras ella hablaba conmigo. Había algo familiar en sus gestos, reconocía parte de esos ademanes y la forma de caminar me era conocida. Lleno de curiosidad, bajé las susodichas piedras, perdiendo de vista a la figura femenina por unos instantes. Una vez abajo, mi corazón se sobresaltó, ante la figura que caminaba pausada sobre la arena. Una inolvidable boca sonreía mientras sus pies hundían la polvorosa superficie de la playa, dejando una perceptible y clara huella, que luego era ocupada por las olas en su vaivén musical. Yo sabía que no era un fantasma, desde un principio lo supe, pero un extraño y temido sentimiento de pavor me detuvo, sembrándome entre las rocas y la playa. Inmóvil, con el corazón desbocado, latiendo y gritando a mil revoluciones por minuto. Miré como el terror hecho belleza, como la belleza hecha mujer, como la mujer hecha sentimiento, como el sentimiento hecho razón, como la razón hecha espiritualidad se acercaba paso por paso hacia mí.
No lo pude evitar, las piernas me fallaron, cuando quise correr hacia ella caí de rodillas. ¡Era ella! ¡Ella! ¡No! ¡No podía ser! ¡Era un sueño! ¡Sí, tenía que ser un sueño, no había otra explicación! Un pandemónium de ideas revoloteaba en mi cabeza. Mariángeles, con una tranquilidad envidiable se arrodilló a mi lado, rescató mis manos de su hundida situación en las arenas y las llevó a su rostro. Demostrándome que era real. ¡Me miraba! Me miró a los ojos con sus vastos océanos verde-grises, ya no cabía duda alguna. ¡Le sentía! ¡Su piel, sus lágrimas! Estaba conmigo por fin.
—Hola Robert —dijo al fin, con suavidad —sé lo que estás pensando y te puedo asegurar que no es un sueño, no soy un fantasma. Estoy viva, nunca he muerto. Hoy he venido a cumplir la promesa que antes te hiciera. Prometí hablar contigo y aquí estoy, sólo para ti.
Yo no podía hablar, un nudo en mi garganta me lo impedía. Percibía un increíble temblor en mi cuerpo y por un rato lo único que pude hacer fue llorar entre sus brazos. Como un náufrago sin esperanza siendo rescatado, yo no asimilaba el hecho y me debatía entre la tormentosa costumbre a la soledad y la desconocida compañía de esos seres llamados humanos. Otra alma con la cual compartir todos los pensamientos, miedos, ilusiones, desastres, felicidades, detalles.
Yo era un niño perdido y ella la madre salvadora que sólo podía otorgar amor al encontrar el travieso fugitivo, nada de reproches ni malas caras. Amparado en el calor de su pecho, oí aquel flagelado corazón acunarme con su rítmico movimiento de vida y sangre. Mismo corazón que una bala funesta intentó, casi con éxito, apagar su aliento, quien sostenía todos mis anhelos en sus latidos.
Luego de un rato, conseguí las suficientes fuerzas para hablar, aunque lo hice de una manera no muy coherente. Mariángeles, una vez más se encargó de completar las frases que se atoraban en mi garganta.
—¿Cómo... es qué tú... bueno...  lo lograste?
—¿Cómo es qué aún estoy viva, después de recibir un balazo en el pecho?
—Pues... si... eso ¿qué fue lo que pasó ese día, luego del atentado?
—Lo que aconteció de manera inmediata no te lo puedo decir con exactitud. Ese día, como podrás recordar, yo estaba hablándole al público cuando tú llegaste al aeródromo, en realidad yo no te vi, pero sentí la presencia de un sentimiento fuerte, incondicional y sincero, entonces supe que eras tú. Nadie como tú para sentir esa clase de amor tan puro. Por eso dije esas palabras, que ninguno de los presentes entendió, solo para ti. Casi de manera simultánea percibí un sentimiento de odio irracional cercano a mi persona, fue algo repentino, creció como las nubes de un volcán en erupción, desde cero a cien. Aquella animadversión reveló lo que parecía ser mi destino final. Apenas tuve tiempo para pronunciar dos palabras e intentar quitarme de su mira; sin embargo, ya era tarde. Algo invisible e indoloro me empujó y caí en el suelo, la inconciencia me alcanzó mucho antes que el sufrimiento. No supe más de mí, mi último recuerdo fue ese. Según sé, recibí los primeros tratamientos de emergencia allí mismo, en la tarima, aunque no respondí a ninguno de los desesperados intentos de los paramédicos. Clínicamente hablando estuve muerta por más de cinco minutos. Me trasladaron a un pequeño centro hospitalario, a la sala de cuidados intensivos, donde intentaron otra serie de métodos para volverme a la vida, choques eléctricos y todos esos procedimientos de la medicina moderna que en buena parte desconozco. Sus esfuerzos se vieron recompensados, una débil señal de vida comenzó a marcarse en el osciloscopio.  Improvisaron una especie de corazón externo, al cual fui conectada y de esa forma me salvaron la vida esos maravillosos médicos. ¿Milagro? ¿Intervención directa de Dios? No lo creo, si hubo un milagro fue hecho por manos humanas. Luego es cierto que los hombres son seres milagrosos. Después hubo tiempo para tratarme con más calma, me trasplantaron un pulmón artificial mientras, mediante técnicas de manipulación genética, ‘fabricaban’ un corazón natural para mí, que fuese compatible.
Yo le miré de hito en hito. Supongo que intuyó las preguntas o las leyó de mi mente, porque enseguida aclaró las dudas que no era capaz de exponerle.
—Si estás pensando que soy un clon o algo parecido, déjame decirte que te equivocas. Nadie puede duplicar el alma, sobre todo cuando está aún no nace. El alma nace de la unión, en la gracia de hacer la voluntad del Padre y la Chispa Divina que reside con nosotros y eso sólo ocurre mucho después de la muerte. Por esta razón no debes pensar tal cosa. La persona que te habla es la María de siempre, quizá he sido ‘reconstruida’, pero sigo siendo yo misma.
Hizo una pausa, quizá para que yo asimilara la mayor parte de lo que me había dicho. Y como me sintiera incapaz de articular palabra alguna, formulé una cuestión en mi mente que ella se encargó de responder.
—No se puede culpar a nadie por el silencio que se guardó acerca del hecho de que aún seguía con vida. Un segundo atentado podría ocurrir, además que mi recuperación era todavía una interrogante, el futuro de mi salud era de pronóstico reservado. No había seguridad de que mi cuerpo aceptara el trasplante. Había perdido mucha sangre, me hallaba débil y no salí del coma sino apenas unos tres meses atrás. Como ves no fue fácil para nadie tomar esas decisiones y en ellas yo nunca tuve influencia directa. Luego mi recuperación fue lenta y sólo ahora pude contactarte. Once meses parece una larga espera, demasiada. Yo pensé en ti, mucho reflexioné el momento de nuestro reencuentro. Cambiaba de opinión de un día a otro, a veces creía que lo mejor era comunicarte que todavía vivía y otras ocasiones pensaba en darte la noticia en persona, tal y como lo estoy haciendo ahora. Tenía una deuda contigo y no podía permitir que hicieses otro viaje de tan lejos, con la fatal posibilidad de que algún contratiempo, no previsto, te privará de verme. Sabía que no deberías vivir otra desilusión como la que saboreaste en Rapa-Nui. Yo no quería que sufrieras más, por eso decidí no enterarte de nada y darte la sorpresa. De esta forma, aquí me tienes, soy real, estoy viva. Todos los contratiempos han sido vencidos. He cumplido con la promesa que te hiciera. Perdóname por todos los sinsabores que te pudiera haber causado y si esta no fue la mejor manera de reencontrarnos.
—¿Dices que te quedarás conmigo? ¿Aquí?
—Sí, hasta que tú decidas lo contrario.
—Yo nunca decidiré alejarte de mí.
—No era eso a lo que me refería. Aludía al hecho de quedarnos en esta isla por un tiempo determinado o volver a Venezuela, o a cualquier otro lado.
—¡Ah! ¡Era eso! Es una cuestión que resolveremos en su momento.
—Y la resolveremos juntos.
Yo asentí, el escepticismo vaciaba su material sobre las cuencas de mi insegura personalidad. Avasallado con su peculiar presencia, no atinaba a tomar las riendas del carruaje de felicidad que ella, con gusto, me ofrecía. María de los Ángeles, con absoluta tranquilidad, manejaba el corcel de una manera pausada, a pasos cortos y firmes, disfrutando el paseo y esperando con todas sus fuerzas que yo también pudiera hacerlo. En mi pecho se alojaba una pregunta y aunque de alguna extraña manera sabía la respuesta temía equivocarme y temblaba sólo en pensar cuestionarla. Ella, otra vez, solucionó todo con su ya consabido poder de intuir las silenciosas palabras de mi alma.
—No te equivocas, he venido a quedarme contigo —manifestó —¿cuántas veces he de decírtelo?
“Sí, pero de qué forma”, pensé. La veía tan lejos de mí, protegida por un aura de espiritualidad y hasta de santidad que yo no podía irrespetar.
Mariángeles, por toda respuesta, me acarició el pelo diciendo que era un tontuelo adorable, me aclaró que ella no era una santa ni más que nadie, Era una persona de carne y hueso igual que yo. Me pidió que eliminase cualquier pensamiento de ese tipo de mi corazón y que sí alguien merecía su compañía era yo.
—A menos que pienses que no valgo la pena y que no desees estar conmigo —insinuó con cierta malicia en los ojos, sonriendo siempre.
Por supuesto que negué tal afirmación. Yo la amaba, si algún anhelo había ocupado el centro de mi vida ese era ella. Ni por toda la gloria del mundo la hubiese rechazado.
—¿Entonces, quedamos de acuerdo? Me permites quedarme contigo.
—Sí, pero...
—No lo deseas. Eso no te lo creo.
—Te quedas conmigo por completo, o sea... tú me entiendes... yo siempre te he querido... pero... no sé tú y yo... bueno tú sabes... ¡ay, no sé cómo decirlo!
María de los Ángeles suspiró, su paciencia estaba siendo puesta a prueba por todas las dudas que se agolpaban en mi voz. De nuevo su sonrisa me dio esperanzas, me repitió que era un tontuelo adorable y me obsequió un pequeño beso en la boca. Todo lo contrario, a lo que cualquiera pueda pensar mi primera reacción fue apartarla de mí, sin embargo, ella lo impidió y yo ya no tuve más fuerzas para querer separarme de sus dulces e inexplorados labios. ¡Y aun así seguía dudando! No había terminado de disfrutar de aquella primera unión entre ella yo, cuando mi mente, todavía inmersa en negativismo increíble, conjeturó que un beso era una cosa, pero hacer el amor era otra. Ella había ascendido a ciertos niveles de espiritualidad que ni en sueños yo podía equiparar, me consideraba pequeñito, un ser bajo. Ella significaba la luz y aún me sentía ennegrecido por los lujuriosos pensamientos que cruzaron por mi mente luego del beso.
Ella percibió mi rechazo y entendió mis motivos. “Tontuelo” repitió y sin hablar me hizo saber que deseaba vivir conmigo el resto de su vida; amar, envejecer, compartir, acariciar, proteger, crecer; en fin, todas las cosas que se pueden saborear en pareja.
—Analiza la frase “hacer el amor”, significa amarse, sin reservas, sin miedo, sin tapujos ni tabúes. Quiero tenerlo todo contigo, ¿debo explicarte que compartir un orgasmo contigo es una experiencia necesaria para mí, una necesidad de mi cuerpo, de mi alma, mi mente y mi corazón? No ensucies con vanos prejuicios lo más hermoso de tus íntimos deseos.
Yo la miré de hito en hito. Y escuché de sus finos labios la expresión que nunca imaginé oír:
—¡Te amo Ronald!
Yo, por supuesto no dije nada. Ella lo tomó por el lado divertido.
—¡No te quedes callado! ¡Di algo! Por lo menos di: “yo también.”
Reí y justo cuando iba a afirmar mi querencia por ella me colocó un dedo en la boca y me dijo “no tienes por qué decirlo, ya lo sé, el cielo lo sabe y eso para mí es suficiente”. Nos besamos y nos fuimos al encuentro de su familia que nos esperaba cerca del muelle.
Camino hacia allá formulé una pregunta que consideraba importante.
—¿Mariángeles, tú puedes leer mi mente?
Ella aparentó sorpresa. Aunque, de todas maneras, respondió con sinceridad.
—Sí y no —asintió y negó, con un pícaro tono de complicidad.
Esa no era la respuesta que yo necesitaba.
—Te agradecería mucho si me lo explicaras.
Entre suspiros María accedió a hablar.
—Puedo hacerlo siempre y cuando tú me otorgues la potestad de penetrar en tus pensamientos. Cuando canalizas tus sentimientos hacia mí, tus energías, tus anhelos y miedos, permites que esto suceda. No estoy segura de explicártelo bien, pero deseas tanto ser escuchado por mí que, de manera inconsciente, abres las puertas de tu conciencia y me dejas navegar con libertad en tu interior. Sobre todo, cuando titubeas para expresar algún pensamiento o sentimiento en particular, en el cual has depositado alguna cuota importante de esperanza o del cual esperas alguna retribución. No se trata de una intromisión a tu intimidad, es un regalo que me otorgas. Tampoco es tan malo.
—Lo que quiere decir que nunca podré ocultarte un secreto ni mucho menos mentir —pregunté, un tanto inquieto por el poder que yo, inconscientemente le había otorgado.
—Claro que puedes, no te preocupes, con el tiempo aprenderás a ocultarme parte de tus pensamientos.
—Pero mientras tanto...
—Tu corazón será un libro abierto para mí.
Suspiré, debía aceptar la situación y disfrutar lo que tenía.
—Bueno, no debo quejarme, gracias a esa potestad pudiste comunicarte conmigo y decirme la fecha, el lugar y la hora exacta de tu regreso.
—En eso te equivocas —manifestó de improviso —yo nunca te revelé nada acerca de eso. Principalmente porque yo misma no conocía cuando o donde regresaría.
Afirmó, para mi total extrañeza.
—Pero... el sueño... la simbología de los mangos en forma de nueve y todo el galimatías numérico que se desarrolló a partir de él.
María negó con la cabeza.
—Mi mensaje se remitió a despedirme de ti, a pedirte cordura, evitar que tu desespero te llevará a tomar decisiones lamentables. Decirte que tenías razón: yo era la persona elegida, tal y como tú mismo me lo expresaste. Es un mensaje que tú recuperaste luego. Sin embargo, el hecho de los nueves y los mangos, eso lo creaste tú, lo intuiste tú. Quizás fue alguna especie de concesión que te fue otorgada. Quizá un poderoso deseo inconsciente te permitió rasgar las barreras de lo velado. No sé, se pueden conjeturar muchas hipótesis, por ahora nada sabremos.
—Yo juraba que tú me habías ayudado —observé con tristeza.
Ella percibió mi injustificada aflicción y la corrigió al punto.
—Tus sentimientos te honran, te hacen poderoso, Robert, aunque tú no lo percibas. Tienes una extraña forma de amar que pocos comprenden y muchos menos son los capaces de otorgar. No te aflijas si algo que creías cierto no resultó ser verdad. Lo importante es la relevancia del hecho en sí y la relevancia que yo le concedí. Mientras no estuve te sentí como nunca antes, siempre tuve tu sentimiento conmigo, mi corazón palpitaba en tu pecho y mi sangre era derramada en tus lágrimas, tu desesperanza era mi esperanza, tu búsqueda era mi más anhelada meta. No puedo reprocharle nada al hombre que antes fue mi esposo, no soportó mi perdida porque no pudo descubrir que la perdida en ningún momento era total, que yo nunca me fui que siempre estuve con ellos, con mi madre, con mi hijo. Eso fue algo maravilloso, jamás mi hijo me sintió ausente, al contrario, creo que nuestra relación fue a un nivel tan alto y puro que difícilmente lo pudiera duplicar en este presente físico y palpable. Sin embargo, lo intentaré con todas mis fuerzas.
Algunas lágrimas se deslizaron por el pulido tobogán de sus mejillas y sentimiento de ternura y paz nos abrigó en la playa, aquella tarde impensada, ocultos por el anonimato de un ocaso rojizo y sereno
—Una última pregunta —agregué, al tiempo que detenía nuestro andar.
—Soy toda tuya.
“Eso espero” pensé.
—No tienes por qué esperar nada, es la verdad – contestó, demostrando su dominio sobre mí.
Obvié el asunto, algún día me acostumbraría a ello.
—Sé que ni tú ni Ganid se comprometieron a revelar nada sobre el supuesto segundo advenimiento de Jesús y que tu “misión” no tenía nada que ver con eso, pero ardo en deseos de saber si tú conoces algo, alguna pista, si es cierto que volverá y talvez saber de qué manera lo hará.
—Yo, en realidad, sé muy poco. Él prometió volver, eso es lo que se sabe. No dijo cuándo lo haría, aunque dejo entrever que cuando al fin lo hiciera la mayoría de las personas del planeta “le verían”. Según tengo entendido Él no regresará con un cuerpo físico, como muchos piensan; su presencia será a un nivel más puro, su esencia espiritual, su ser mismo estará con nosotros. Y para que la humanidad entera pueda verlo en su Infinita Gloria debe aprender a ver prescindiendo de sus ojos físicos, ver con el alma, sentir, percibir y palpar el aliento de la vida. No lo dudes Ronald, Él es verdaderamente la vida eterna porque sólo a través de su apoyo podremos llegar al Padre —contestó con tranquilidad y con un brillo en los ojos que magnificaba su belleza.
No necesito agregar nada más, lo que pueda pasar entre ella y yo en nuestra recién nacida relación. Es algo íntimo que nos pertenece a ella y a mí. Nos alejamos de la playa, tomamos el equipaje, entramos a la casa. Luego, en la tranquilidad de la noche terminé de escribir esta nota final. De mutuo acuerdo, lo hice a puño y letra, no incluyéndolo en la obra en sí, sino como un apéndice de la misma. Ella aprobó el título y le dimos rienda suelta. Otros decidirán la valía del libro en sus vidas, yo por mi parte cumplí conmigo mismo y María de los Ángeles cumplió con la parte de su propia misión. Otros Elevadores Espirituales iniciaran su periplo dentro de muy breve, ella cumplió con abrir el camino, dar un primer paso donde otros ya marcaron su huella hacia la eternidad.Y si se preguntan qué piensa el Sr. Yokohara de toda esta situación, que María está en su casa, a la hora de terminar de escribir esto todavía no se había enterado. Eso lo sabremos después, sin embargo, ustedes quizá no lo sabrán

María de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora