Cap. XIV El Final del Camino

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En este punto de la historia mis recuerdos se tornan vagos y confusos. No hace falta decir que miré las pantallas ubicadas en aquel escenario, no agradándome nada lo que pude observar a través de ellas. Mariángeles yacía inmóvil en el suelo, sus ojos estaban abiertos de par en par, pero era evidente que no veía. Una mancha roja en el lado izquierdo de su pecho revelaba una herida mortal. Segundo a segundo se teñía de carmín el escenario. Luego de unos instantes en que nadie se atrevió a respirar siquiera, se produjo un caos total. Algunos corrían asustados, otros miraban las pantallas, boquiabiertos. Los agentes de seguridad gritaban algo sobre la presencia de un francotirador a la vez que se pedía calma.
Los invitados estaban siendo evauados de la tarima. Yo, en medio del desastre desatado, fuera de mí, corrí hacía la plataforma; no tengo idea como lo hice, pero me encaramé con relativa facilidad. Y como me estorbasen el paso unos policías, guardias o qué sé yo quienes eran, los quité de mi camino con empujones y golpes.
Por fin, en unos instantes que fueron sólo unos segundos, pero los cuales percibí como centurias de un sufrimiento que prometía dolor sin final, llegué a su lado. Sus hermosos ojos verde-grises aún se hallaban abiertos. Miraba hacia la nada de la cual ella siempre habló con tanta calma y tranquilidad en muchas oportunidades. Los cerré con ternura, con desesperación, con rabia. Observé la herida, una bala, una fría pieza de metal había atravesado su corazón. Arrancando todas las esperanzas depositadas por mí en sus latidos. Pensé que había demasiada precisión y maldad en aquel acto. Tomé una de sus manos y llorando a más no poder besé su pulida piel con desaliento. Levanté la mirada y pude ver la desesperación de su madre y la estupefacción de los invitados especiales. Un panorama lleno de terror e incomprensión se leía en sus ojos. Dios parecía haber fallado otra vez. Una de sus representantes caía víctima de la intolerancia humana. Y Él, una vez más, no tomaba cartas en el asunto. Quise unir sus labios con los míos, sin embargo, unas manos extrañas y fuertes impidieron ese último deseo. Yo me opuse de manera inútil, en la medida de mis fuerzas e intenté darles continuidad a mis anhelos. Es lo último que recuerdo de aquel momento, pues sentí una extraña sacudida y todo se volvió oscuro de pronto. Oscuridad sobre más oscuridad, ya alguien se había encargado de ennegrecer mi vida con la muerte de María.
Desperté encerrado, junto a otras personas, en una pequeña celda de Hanga Roa. En la confusión creada por el atentado muchos fueron los arrestos. Hubo algunos heridos, pero hubo una sola muerte: la de ella. Ahora estaba encerrado por haber agredido a varios agentes públicos y lo que era peor: como sospechoso de complicidad. Ya habían atrapado al autor del disparo, un tal Zacarías Leigh. Alguien que todos deben recordar muy bien, arrogante, despreocupado, de aspecto inteligente, diestro con las armas. Convencido de haberle hecho un gran favor a la humanidad. Yo quería odiarle todas las fuerzas de mi corazón, no obstante, la verdad es que tales fuerzas no existían en absoluto. Para lo único que tenía capacidad mi alma era para llorar. Yo era como un niño al que le habían abandonado en un yermo desierto, a su suerte, con hambre de justicia, con sed de amar, con el Sol destilando su vida. En fin: perdido en una extraña y desconocida inmensidad que no crecía, sólo estaba allí: absorbiéndome en su vacío de desesperanza certera y conclusiva. Me hundí en una pasmosa depresión, mis pensamientos se volvieron turbios y sólo conozco los detalles que a posteriori me fueron relatados por mis amigos asiáticos que nunca me desampararon en aquella tragedia. Eso es algo que jamás podré olvidar. Se hicieron cargo de mi persona y luego de resolver los líos legales ocasionados por mi exacerbada, aunque explicable, conducta tomaron rumbo de regreso. Durante algunos días sólo balbuceaba una frase: “ella prometió hablar conmigo”. Eso era lo único que lograba articular mi enmarañado cerebro. Ya en tierra, me sometí a terapias diversas que lograron rescatar poco a poco mi cordura, aunque la herida en mi corazón nunca sanó del todo. Esa bala no sólo había destrozado el valioso órgano circulatorio de María, sino que se había llevado parte de mi alma. Había eliminado toda voluntad de vivir o morir, me había desangrado hasta un punto que nunca entendí como pude soportarlo.
Lo cierto es que no sentí deseos de regresar a Venezuela. Acepté la invitación del Sr. Yokohara de trabajar para él, cuidando y manteniendo un inmueble que poseía en la isla Amani en el archipiélago de Nansei, al sur de su país natal. Aunque más que una mansión era más una cabaña, un lugar de veraneo, un puesto de reabastecimiento construido con la idea de ser una especie de base madre de su yate.
La casa poseía un pequeño muelle y sólo era accesible por vía marítima, asentada en la costa sur de la isla, muy lejos de la ciudad de Naze. Separada de todo contacto humano me ofrecía toda la seguridad ermitaña que yo necesitaba. El Sr. Yokohara abastecía la casa de una forma regular y si no podía venir él, un joven pescador (otro protegido suyo) transportaba los víveres o productos requeridos en una vetusta lancha llena de parches y repotenciaciones. No tengo que explicar que el lugar significó el refugio perfecto para mi desesperanzado corazón, las noches solitarias me ayudaron a reflexionar y encontrarle un nuevo sentido a la vida. Y fue aquí donde concebí escribir este libro para dar a conocer mi versión de los hechos, para desahogarme, para obtener un poco de reconocimiento, para desmentir todas las exageraciones que se llegaron a decir de Mariángeles y para muchas otras razones que talvez no vienen al caso en este momento.
Una vez alcanzado este objetivo sólo me resta hacerla pública. Las vías para realizarlo: Internet, una editorial, la prensa, eso significaba ser lo menos importante; lo relevante era hacer público que yo amé con locura, pasión y desdicha a la mujer que llamaban: María de Gabriel. Alguien a quien amé si haberla amado jamás.

María de GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora