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Recuerdo bien las tardes de verano en Andong, cuando mi madre me forzaba a visitar a la abuela durante las vacaciones

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Recuerdo bien las tardes de verano en Andong, cuando mi madre me forzaba a visitar a la abuela durante las vacaciones.

Solía correr por las calles, riendo a carcajadas con el resto de los niñitos que jugaban conmigo en aquellos días calurosos. En ocasiones, si me concentraba, conseguía distinguir el tintineo de los hielos contra el cristal de los vasos conteniendo agua fresca en un intento en vano por combatir contra el sol abrasador, esos detalles estaban ocultos entre las muchas memorias que mi mente albergaba, así como el rico sabor de los estofados de mi difunta abuela.

Cuando tenía que hacer felaciones, recordaba esos sabores, tratando de bloquear un poco lo que mi paladar en ese momento sentía. Aquella mujer tenía un toquecito especial en cada guiso, una especie de ingrediente secreto que hacía que cada bocado se sintiese diferente y gratificante.

Cuando las manos tiraban con fuerza de mi pelo y con descuido empujaban contra esas pelvis bruscas, era cuando volvía a la realidad, en un intento por contener el ahogo. Me había vuelto una experta en aquel arte; sabía la forma exacta de mover la lengua y evitar los dientes, en como deslizar los dedos y en las miradas y los sonidos que les gustaban, así terminaba más rápido el trabajo.

Mientras me limpiaba solía pensar en los ricos jabones caseros que mamá preparaba. Creía firmemente que los suyos eran mucho mejores para la piel que los que vendían en las tiendas comerciales. Nunca supe si era cierto, pero suponía que sí porque no volví a sentirme la dermis tan suave como en aquel entonces, aunque muchos cuando querían hacerse los interesantes decían que mi tez era como el terciopelo.

Lo que sí sabía bien era, que nunca ninguna barra de jabón lograría llevarse la suciedad con la que cargaba. No existía detergente con el cual pudiese volver esa especie de pureza con la que uno venía.

Tampoco era como que juzgase a mi oficio. Al menos yo, lo odiaba. Había conocido chicas que lo hacían por gusto, lo cual era comprensible y yo no opinaba nada al respecto; conocí a otras que no tuvieron alternativa como yo, pero que se adaptaron y les parecía bueno, a lo que tampoco opinaba. Yo no era nadie para andar juzgando a otros, sin embargo, yo personalmente, lo detestaba.

Esa noche me sentía agotada. Cada músculo lo llevaba engarrotado y el último cliente había ensuciado mi vestido al dejar caer whisky en él. Al menos, era algo que no lo dejaría manchado, sino, no tendría idea alguna de cómo lo lavaría.

El sueño me pesaba y cada vez que cerraba los ojos, volvía a Andong, con la abuela y mi madre. Extraña mi niñez, la infancia y esa inocencia tan característica de la edad. Los juegos, las risas y la despreocupación. Tenía la teoría de que los adultos nos criaron a partir de la envidia, pintándonos la realidad de color rosa para que cuando llegáramos, cayéramos de golpe y no supiéramos que hacer para reírse de nostros, para que sus añejos corazones tuviesen un poquito de diversión.

Por eso, a veces no solía sentir cuando los clientes se acercaban, porque me concentraba mucho en mis delirios y cavilaciones. Solo era conciente cuando sus dedos ya se escurrían por mis muslos o brazos, en el instante en que ya la cercanía era tanta que era imposible negarse.

𝗽𝗹𝗮𝘆𝗴𝗿𝗼𝘂𝗻𝗱 || Cho Sang-WooDonde viven las historias. Descúbrelo ahora