¡Oh, noche sangrienta!

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La ceniza no tardo en empezar a caer y el humo a llenar el ambiente. Cada paso fatigoso sobre la nieve me acercaba a mi hermana, pero también al peligro. Casas y edificaciones cedían ante el fuego y aunque el ruido cuando se desplomaban era intenso no superaba a los alaridos de aquellos que escapaban en dirección opuesta a la plaza. Pequeños cerezos desmembrados, hongos atravesados por estacas, todos con heridas mortales me indicaban el rastro de muerte y destrucción.

– Pallas... Pallas, Pallas ¡Pallas! – Sin darme cuenta mis pensamientos pasan rápidamente de ser susurros a gritos desesperados–.

Con seguridad nuestra frágil vivienda no resistiría ni por un segundo el ardor de aquellas llamaradas que no veían obstáculo en el frio extremo o la prolífica nieve.

Es grande mi sorpresa al ver a la distancia la casa intacta. Siento de inmediato una ligera ráfaga de tranquilidad. No me detengo, sigo en marcha con el fin de comprobar con mis propios ojos la integridad de Pallas ¡Esta allí! De espaldas a mí, arrodillada frente a la casa. Dejo de gritar y me abalanzo para abrazarla, la cubro con mi cuerpo intentando transmitirle aquella seguridad que le adeudo. Me quito los guantes, tomo sus manos y siento un frío tremendo. Le doy vuelta a su cuerpo y veo como la sangre emana y se seca en su rostro, descendiendo por las cuencas donde antes estaban sus hermosos ojos.

Un pitido ensordecedor resuena. El exterior empieza a detenerse mientras dentro de mí todo se quiebra velozmente. Tomo el cuerpo de Pallas con mucha suavidad, lo levanto con levitación fatigosa y camino en dirección al bosque. No pienso en nada, mi mente ha llegado a un estado de quietud y desinterés del entorno.

– En una pequeña casa... viven los dos últimos adamanes sin cambio... en una... en una pequeña casa... vi... ven –Palabras que no son mías salen a flote, hablo sin siquiera saber lo que digo.

Con la cara helada por mis lágrimas y los ojos enrojecidos hasta casi no poder ver dejo el cuerpo de Pallas junto a un árbol mientras con las manos desnudas cabo una tumba en la nieve. Antes de sepultarla beso su frente y le dejo como presente la pequeña flor dorada que tenía en mi bolsillo. Con la poca fuerza que me queda cubro la tumba con ramas y algunas rocas para luego desfallecer recostado junto a un tronco.

Un puñado de nieve cae sobre mi cabeza, creo estar en casa, extiendo mis brazos con dificultad y no encuentro sino nieve. Con el cuerpo agarrotado inútilmente intento levantarme fracasando una y otra vez. Estoy exhausto, el estomago me arde y no siento mis dedos. Frente a mí se encuentra su tumba lo que me hace más débil ¿Cómo aceptar un destino vacuo? La única razón por la cual no había puesto fin a mi vida había sido el llanto incesante de la pequeña Pallas. Sus gemidos y quejas propias de la infancia eran el sustento de mi voluntad férrea. Con el tiempo no solo era llanto, también su alegría y elocuencia sirvieron para convencerme de mantener firmes aquellos ideales paternos que no me pertenecían.

– ¿Padre llegaras a perdonar mi incapacidad adamana? ¿Qué me distingue de las piedras que cubren a Pallas si tampoco puedo resistirme al movimiento? Ni siquiera puedes hacerlo, no puedes perdonarme. Muerto. –Creyendo que hablo no hago más que mover ligera y temblorosa la comisura de la boca.

Saboreo lo real; sangre y cenizas.

Likaha: El reino de los hongos. [Borrador].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora