Capítulo 1

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No estaba en mis mejores momentos, era un sombra de lo que fui y me avergüenza recordarme así. La barba poblada, que me alcanzaba el pecho, estaba humedecida por las lágrimas y la baba que escapaba cuando balbuceaba. El pelo, enmarañado, me cubría los hombros, gran parte de la cara y caía casi hasta media espalda.

—Hijos de mala madre... —gimoteé—. ¿Por qué me habéis hecho esto? Ya no puedo ni cogerlo para apuntar en la mierda de letrina de este agujero. —Me levanté del banco de piedra humedecido, lleno de excrementos secos de rata, y fui hacia los barrotes de la compuerta—. Malditos desgraciados, devolvedme lo que me habéis robado. Me habéis quitado la vida.

En la celda de enfrente, a unos tres metros, estaba recluido uno de los antiguos administradores de la ciudadela, caído en desgracia por cuestionar la cantidad de riquezas en las arcas. A mi tío no le gustaba que nadie le llevara la contraria.

El antiguo administrador, de un linaje inferior, sin apenas algunas gotas de sangre divina recorriéndole las venas, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo sucio, caminó hacia los barrotes y los gruesos pliegues de grasa se tambalearon debajo de las amplias prendas y empujaron el tejido.

—Urganel —pronunció con su punzante voz de pito—, todos los días igual. Llevamos más de un siglo aguantando tus lloros. —La peluca rojiza que le cubría la calva resbaló un poco por el sudor y quedó medio colgando—. Asume ya que han convertido tu cosa en un asqueroso grumito de carne y déjanos descansar. —Bajé la mirada, vi en lo quedó reducida mi virilidad y sollocé—. A mí no me verás quejándome porque me cambiaron el culo de sitio. Ahora bajo la cabeza y lo tengo ahí. Es incómodo, y lo peor es que con la comida que nos dan la flatulencias no paran, todo el día me llegan a la cara. —Un anciano, que no hacía otra cosa que acariciarse una pierna con las uñas de los dedos del pie e imitar el cántico de los grillos, se asomó por los barrotes de la compuerta de la celda de al lado del antiguo administrador—. Lo ves, hasta Germusdor está cansado de tus lloros. Un poquito de amor propio, hombre.

Mantuve la cabeza agachada y la mirada fija en mi vomitivo bulto arrugado.

—No puedo... —Los llantos hicieron difícil que se entendieran las palabras—. Era todo para mí...

El eco de pisadas se propagó por el pasillo que separaba las mazmorras. El antiguo administrador corrió a esconderse en la parte más oscura de su celda y el anciano raro, imitador de grillos, retrocedió como un cangrejo, sin dejar de mirarme y rascarse la pierna con las uñas del pie.

—¡Urganel! —La voz de mi primo, el tercer hijo de mi tío, se escuchó con fuerza al mismo tiempo que sus pasos se aproximaban—. ¡¿Cómo está la mayor escoria de la ciudadela?!

Me quedé paralizado, era un despojo y mi voluntad, junto con mi autoestima, hacía mucho que desapareció.

—Jarasmer... —pronuncié con un hilo de voz, poco antes de que él se detuviera en frente de la compuerta, me mirara a través de los barrotes y riera.

—Con lo que llegaste a ser —me dijo mientras yo agachaba la cabeza y me tapaba el renacuajo arrugado que tenía entre las piernas—. Con lo aclamado que fuiste por las motarles y las diosas.

Elevé un poco la mirada, lo suficiente para ojearlo; su melena rubia caía sobre la armadura plateada y su capa roja se movía un poco por la ligera corriente que surcaba el pasillo.

—Solo quiero que me lo devuelvan... —logré decir.

Sus carcajadas me hundieron aún más en el oscuro pozo de desesperanza.

—¿Habéis oído, chicas? —preguntó, tras ladear un poco la cabeza y mover la mano para que alguien se aproximara—. Y esta mierda con patas era considerado el Dios del sexo. —Al atisbar las figuras de dos mujeres, me di la vuelta y corrí hacia la segura oscuridad de mi mazmorra—. No tan rápido, primito. —Chasqueó los dedos y me inmovilizó—. Mirad su culo escuchimizado, parece un odre vacío que ha sido pateado por un grupo de niños. Aunque lo mejor es esa ampolla contraída que tiene delante. —Usó su poder, me elevó medio metro, me dio la vuelta y me obligó a separar las manos—. Miradle esa cosa.

La impotencia de UrganelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora