Capítulo 7

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Los ronquidos no me dejaban dormir, estaba tumbado en la litera de abajo con los ojos abiertos y con ganas de cometer varios asesinatos. ¿Por qué esos mortales parecían motores de camiones a punto de estallar?

Giré un poco la cabeza y vi dormir placidamente a Ergol en la otra litera; tenía puesto un pijama con caritas de payasos siniestras estampadas, unos calcetines amarillos fosforescentes y un gorro rojo esponjoso.

—Quitarle los caramelos a los niños... —habló en sueños—. Robarle la cartera al padre, el sostén a la madre y tapiarles las ventanas y las puertas... —Sonrió y movió las manitas como si estuviera clavando clavos con un martillo—. Llamar a la policía y los bomberos, atracar a los policías, llevarme el camión de los bomberos, darle con la manguera a los ancianos por la calle, vaciarlo de agua y llenar el depósito con alcohol para emborracharme cerca de los ex alcohólicos y echarles el aliento en la cara para que vuelvan a beber... —Sacó una petaca de debajo de las sábanas y la abrazó—. Romper todos los paracaídas menos el mío, saltar desde un avión y ver cómo los humanos cae hacia un campo lleno de dianas pintadas en la hierba... —La sonrisa se profundizó—. Matar dioses... Matar muchos dioses... —Sacó de entre las sábanas un muñeco de trapo con mi cara pintada y le apretó el cuello—. Estrangular dioses... Apuñalar dioses... —Cogió un cuchillo de debajo de la almohada y lo hundió una y otra vez en el muñeco—. Sacarles las tripas a los dioses...

No fui capaz ni de parpadear, me quedé aterrado ante los grititos que soltó el muñeco, la risa pérfida del diablillo y los hilillos de mostaza que surgieron tras cada puñalada.

—Maldito demonio sádico... —dije con la voz entrecortada mientras las luces se encendían.

Ergol soltó al muñeco, que salió corriendo, guardó la petaca y el cuchillo debajo de las sábanas, bostezó, estiró los brazos y abrió los ojos.

—No me acuerdo, pero me parece que he estado soñando con algo divertido —pronunció, tras enarcar una ceja y quedarse pensativo—. Creo que estaba operando a alguien sin anestesia.

Me senté en la litera, contuve la rabia y lo miré.

—Demonio loco, estabas soñando que me apuñalabas —le recriminé con un tono cargado de mucho enfado y un poco de temor.

Ergol me miró extrañado, se sentó en el otro lado de la litera y se quitó dos tapones de los oídos.

—¿Qué has dicho? —me preguntó y se puso de pie—. Con esto no se oye nada. —Miró los tapones y los tiró al suelo—. No sé cómo puedes dormir con los ronquidos de estos mastodontes.

Estaba a punto de volver a decirle que había soñado con apuñalarme, estrangularme y sacarme las tripas, pero, cuando se dio la vuelta y se desnudó, la visión de su culito de piel suave me calló.

—No puede ser —pronuncié en voz baja, tras girar la cabeza y mirar para otro lado en el momento en que Ergol se agachó para coger el uniforme y ponérselo.

El diablillo caminó alrededor de su litera hasta quedar enfrente de mí.

—¿Qué te pasa, chaval? Cada día tienes peor cara. —Ergol entrecerró los ojos y me examinó muy despacio con la mirada—. ¿Por qué te acuestas con el uniforme? ¿Tienes miedo de que estos hombretones descubran que debajo del pantalón escondes una verruga?

Suspiré resignado y bajé un poco la cabeza.

—¿Qué hacemos aquí? —le pregunté—. Llevamos dos días y no sabemos en qué nos va a ayudar estar en esta casa de locos.

El hombre gigantón que dormía en la litera de arriba gruñó, se dejó caer y se puso al lado de Ergol.

—Tendrías que estar orgulloso de servir en la punta de lanza de la flota —soltó con cierto desprecio mientras tiraba un poco de la goma de los bóxers—. Somos la elite.

La impotencia de UrganelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora