Capítulo 2

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Abrí un poco los ojos, lo suficiente para ver cómo la tenue luz del amanecer se filtraba a través de las claras cortinas que cubrían las ventanas. Estaba tumbado en un cómodo colchón, casi era cómo si masajeara mi espalda, mi cabeza se hundía en una suave almohada, me encontraba tan a gusto que me daba mucha pereza levantarme.

—Un poco más... —balbuceé, somnoliento—. Solo cinco minutos más...

Inspiré despacio, me tumbé de lado, me cubrí con la sábana y solté el aire con un plácido suspiro. Hacía tanto tiempo que no me sentía tan bien que ya casi había olvidado cómo se disfrutaba de los pequeños placeres de la vida.

Al principio no hice caso, seguí acurrucado mientras una mueca de profunda satisfacción se reflejaba en mi rostro, pero cuando una mano subió por mi costado, con las yemas ejerciendo una leve presión en mi piel, abrí los ojos y quedé paralizado.

—¿Cómo está mi cachorrita? —La voz ronca, fuerte, que susurró las palabras, propagó un tenue aliento que rozó mi cuello—. ¿Empezamos de nuevo?

Tragué saliva al notar cómo algo muy duro me presionaba la nalga.

—¡Ya basta, degenerado! —grité, sin casi darme cuenta de que mi tono había cambiado y que sonaba como el de otra persona—. ¡Refriega eso a tu madre!

Me levanté, me separé un par de metros y vi al hombre tumbado en la cama sonreír complacido.

—Me encanta cuando te pones a jugar —me dijo, se quitó la sábana de golpe y la visión de su miembro en plena lucha contra la gravedad hizo que el terror se apoderara de mí—. Te voy a hacer gritar como la puta que eres.

¿Puta? ¿Qué se había tomado ese cavernícola? Yo era un dios. Sí, uno caído en desgracia, pero uno que aún conservaba parte de su divinidad.

Lo señalé y me puse serio.

—No sé lo que te crees, depravado, pero por tu bien será mejor que no te acerques o convertiré en ceniza esas horrendas pelotillas que te cuelgan —le amenacé.

Su sonrisa se profundizo a medida que se levantaba.

—Di que sí, que vamos a jugar duro. —La excitación le aceleró la pronunciación de las palabras—. Di que quieres que te dé tan fuerte que tus huesos rechinen.

Cerré los ojos, agaché la cabeza y me puse la palma en la frente. ¿En serio este tipo creía que sonaba bien la idiotez de los huesos rechinar?

—Mira, por tu bien y por el mío, vamos a dejarlo aquí —le dije mientras bordeaba un armario e iba hacia una silla en la que había una camisa, unos pantalones y unos calcetines—. Me visto, me voy y hacemos como si esto no hubiera pasado nunca.

Cuando cogí la ropa, el hombre me miró extrañado.

—¿Te vas a poner mi camisa y mis pantalones? —Lo observé de reojo—. Es raro, muy raro, pero nunca digo que no a probar cosas nuevas.

Algo no cuadraba, y tonto de mí había tardado en darme cuenta, dirigí la mirada hacia los pies de la cama y vi una falda corta arrugada, un top desgarrado y ropa interior de mujer tirada en la alfombra.

Se me heló la sangre, me estaba temiendo lo que me encontraría, me di la vuelta y me observé en el espejo del armario. No podía ser, me toqué uno de los grandes senos sin ganas, solo para cerciorarme de que era real. Bajé la mirada, vi las ingles recién depiladas, ojeé la estilizada silueta que en otro tiempo y lugar me habría incitado a satisfacer mis deseos y grité.

—¡¿Qué me has hecho, maldito demonio?! —La visión de la sensual mujer que mostraba el espejo me horrorizó tanto que hasta eché de menos mi minúsculo miembro de un centímetro—. ¡Devuélveme mi cuerpo!

La impotencia de UrganelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora