Capítulo 8

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Un leve cosquilleo me recorrió la piel, inspiré despacio, sentí la brisa alcanzarme impregnada por el olor de la hierba fresca, ordené mis pensamientos mientras me desprendía del aturdimiento, abrí los ojos y no pude más que dejar atrás los problemas y las preocupaciones mientras la paz se fundía a mi ser.

Elevé un poco la cabeza, lo suficiente para ver los tonos amarillos del cielo y las nubes rosas dispersas por él. Estaba bien, a gusto, a salvo de todo. Si ese sitio no era el paraíso, poco le faltaba para serlo.

Me incorporé sobre el manto de hierba azulada, observé los árboles de troncos grises claros, hojas naranjas, ramas blancas y frutos dorados. Vi unos animalillos, parecidos a pequeños monos con resplandecientes ojos púrpuras y con pelajes de color bronce, trepar y jugar en las copas a lanzarse las frutas.

—¿Qué es este sitio? —susurré y una cálida corriente de aire me rozó la espalda.

Cuando el viento trasportó el atenuado olor al perfume que más le gustaba, la emoción me embriagó. ¿Era posible? ¿Podría ser cierto?

—Es una maravilla, ¿verdad? —Era su voz, era ella—. Este lugar proyecta lo mejor de nosotros. O al menos lo hacía.

Me giré y la vi.

—Esmarith —susurré, incrédulo.

Una profunda sonrisa se dibujó en su rostro.

—Te he echado de menos, hermanito —pronunció con los ojos humedecidos.

Me levanté y corrí a abrazarla.

—Y yo a ti —le dije mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas—. Llevo echándote de menos cada día desde que... —Me callé, no quería escucharlo, no quería decirlo, me negué a revivir el recuerdo—. Te he necesitado tanto.

Me dio un beso en la mejilla y me abrazó.

—Hermanito, siento tanto no haber estado cuando más me necesitabas...

Nos mantuvimos en un silencio tan solo interrumpido por algunos sollozos. No sabía qué era ese lugar, no entendía por qué allí podía estar junto a Esmarith, pero no importaba, había recuperado a mi hermana, dejado atrás a mi tío y el pasado doloroso, disfrutaba de una felicidad que me permitía despojarme de mi tristeza y no deseaba otra cosa que ese instante se volviera eterno.

Los chillidos de los animillos de pelajes de color bronce me llevaron a separarme un poco de mi hermana y girar la cabeza.

—¿Qué les pasa? —pronuncié con un hilo de voz, sumido todavía en una intensa emoción.

Esmarith se apartó de mí, la miré, no quise soltarle la mano, necesitaba sentir que seguía viva, a mi lado, y que con ella sería más sencillo que todo se arreglara, pero, con una profunda tristeza en su rostro, me soltó y retrocedió unos pasos.

—No se conformó con mi muerte. —Fijó la mirada en el horizonte—. Busca desmenuzar mi alma y usar cada pequeño destello para acabar con todo.

Dirigí la vista hacia donde Esmarith estaba mirando y vi un descomunal e imponente rostro que desprendía una oscuridad que difuminaba las facciones hasta convertirlas en irreconocibles.

—¡Ven a mí! —La voz, distorsionada, perturbadora, que generaba estallidos y molestos ecos, originó un estallido en el aire que arrancó hierba, tumbó árboles y resquebrajó la tierra—. ¡No tienes donde esconderte!

La sacudida se propagó por el terreno, la sentí bajo mis pies y tuve que esforzarme por no trastabillar.

—Esmarith... —llegué a decir, antes de darme la vuelta y contemplar cómo mi hermana se descomponía en un polvo blanco que era arrastrado por el viento—. ¡No! ¡No te perderé otra vez! —Quise correr hacia ella, pero unas enredaderas oscuras brotaron de la tierra y me inmovilizaron las piernas—. ¡Esmarith! —grité varias veces su nombre con impotencia mientras las partículas blancas explotaban y se desvanecían.

La impotencia de UrganelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora