Capítulo 5

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Me golpeé con los escalones y con las paredes en una caída que parecía no tener fin. Rodé durante tanto que no sé el tiempo que estuve rebotando por la escalera.

—¡Os mataré! —bramé y maldije a esos mal nacidos duendecillos—. ¡Juro que os mataré!

Cuando se ralentizó un poco la caída, apenas escuché el chirrido de una puerta, el alivio de que el calvario estaba a punto de llegar a su fin se adueñó de mí y experimenté una leve paz. Aunque, como ya comenzaba a ser habitual, mi tortura no acabó tan pronto.

Una explosión de niebla blanca me envolvió, la traspasé y aparecí en medio de un establo a rebosar de excrementos de caballos. Ni siquiera fui capaz de ponerme de pie, la inercia me dirigió con fuerza por el pasillo que separaba los recintos de los animales y resbalé por la pestilente plasta humedecida por el orín.

—Basta ya —supliqué—. Por favor, que pare esto.

Al final del establo, nada más que atravesé la salida, una explosión de niebla blanca me rodeó y me hizo temer lo peor. Aparecí atado a un carro que descendía muy rápido por una colina. Aunque eso no fue nada comparado con la lluvia de tomates podridos que me lanzaron grupos de seres bajitos y corpulentos, con máscaras de cerámica con facciones siniestras, que estaban sobre unas plataformas elevadas sostenidas por pilares resplandecientes de roca negra.

—Dejadme en paz. —Sollocé—. Quiero que acabe esta pesadilla.

La tierra se abrió unos metros delante de mí, grité y el carro cayó hacia el vacío. Mis chillidos se incrementaron a medida que una lluvia de flechas con las puntas en llamas venía hacia mí.

—¡No, no, no! —bramé, cuando una me rozó la barba y me la chamuscó un poco.

Incapaz de liberarme, sintiendo los lametones de un murciélago que creía que mi oreja era la tetilla de su madre, cerré los ojos y gimoteé. Tan sumido estaba en la impotencia y en la inutilidad, que no me di cuenta de que una explosión de niebla me sacó de esa infernal caída.

—¿Por qué llora? —preguntó alguien con una voz que producía un leve eco ronco.

Abrí un poco un ojo y vi al demonio, de pie, cerca de un escritorio de piedra blanca pulida repleto de grabados con símbolos y letras de una lengua arcana que no conseguí entender.

—No sé, se pasa todo el día gimoteando —contestó el diablillo mientras se tapaba la nariz, ponía cara de asco y giraba un poco la cabeza—. Mira que eres guarro, Urganel. Tienes que cuidar más tu higiene. Y no me vale la excusa de pobrecito de mí ya no me cuido porque me han convertido el miembro en un grano asqueroso. —Golpeó el cristal de un armario de metal, cogió una manguera antiincendios y me apuntó—. Te voy a quitar la mugre antes de que nos den arcadas.

—Espera —le pedí, tras levantar la mano—. Dime dónde hay una ducha, me quito este traje lleno de mierda y me lavo.

—Te puedes dar una ducha en una de las habitaciones del final del pasillo —contestó quien tenía la voz que producía un leve eco ronco.

El diablillo dio un paso y una sonrisa pérfida se le dibujó en el rostro.

—Nada, Urneus, mejor lo pongo en remojo —dijo, antes de darle presión a la manguera y que el potente chorro me impidiera taparme la cara y me empujara contra la pared—. Date la vuelta, que hay que dejarte reluciente por todos lados.

Me negué a obedecerle, el odio crecía con fuerza dentro de mí, pero unas manos grandes, peludas y con largas uñas pintadas de rojo, me agarraron y me dieron la vuelta.

—Diablillo diabólico, algún día te vas a arrepentir... —mascullé mientras una mano me pasaba una esponja por la nuca y el chorro me mantenía pegado a la pared.

La impotencia de UrganelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora