Capítulo VI: "Velas"

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"¡Padre, padre, yo no tengo nada que ver! ¡No! ¡No! ¡Por favor, padre!".

Los primeros días luego de la audiencia condenatoria, siempre que cerraba los ojos, los ecos de su propia voz resonaban en su mente una y otra vez mientras que el rostro de su padre se dibujaba en sus recuerdos. Altivo, rígido, mirándolo de lado como si fuera una basura, asqueado porque los ojos en las tribunas lo relacionaran con él; como si jamás hubiese tomado su mano con orgullo en el pasado, como si nunca hubieran compartido nada, como si no fueran nada.

Luego despertaba; pero eso no era nada mejor, pues la soledad, el frío, el terror y la oscuridad le recibían por horas en las que no dejaba de gritar por piedad, llamando a su padre, a su madre como si fuera un niño asustado, estallando de rabia y miedo al no recibir más que el eco de su propia voz desgarrada.

Entonces clamaba por él, por su señor, el único capaz de entenderlo, el único que conocía su valía y talento, el único capaz de vengarlo.... pero cuando ni él respondía, solo entonces, se dejaba vencer por el agotamiento.

Y todo comenzaba otra vez.

Circulaba entre pesadillas, gritaba, lloraba, se arrastraba por la celda y luego dormía de nuevo.

No pasó mucho para que perdiera la noción del tiempo.

Era alimentado con menos consideración de la que se le daría a un cerdo; pero pronto, no supo cuánto, dejó de percibir los asquerosos olores y el asco se le hizo tan normal que dejó de vomitar.

Entonces solo se dedicó a existir.

Tenía el ligero presentimiento de seguir con vida porque de vez en cuando le costaba respirar, porque aún podía sentir el frío y porque el único calor que llegaba a percibir era el de su propia sangre siempre que terminaba hiriéndose en alguna crisis por golpearse contra los muros agrestes de su celda.

El siguiente cambio que notó fue el de no poder ver. Al menos no del todo. Sus manos se convirtieron en figuras borrosas ante sus ojos y presumió que la falta de alimentación y las condiciones tan deplorables estaba obligando a su cuerpo a readaptarse. Eso o que sencillamente se había vuelto loco.

Gritar, por otra parte, se volvió parte de su rutina. Cada gota de energía la gastaba en ello, no sabía si algo o alguien lo escuchaba, jamás lo supo, ni eso ni si su voz llegaba a ser algo más que un débil murmullo, como en efecto era... hasta que, en lo que bien pudieron ser siglos o tan solo un minuto, un sollozo respondió a su clamor.

―¡Nos llama! ¿Lo has oído? Después de tanto, querido, ¡Nos llama! ¡Nos llama!

―Amelie, no― dijo una voz más profunda. Una que despertó algo en él y le hizo abrir los ojos, pero solo para cerrarlos ante una luz cegadora que le llenó de pánico y lo hizo arrastrarse lastimeramente por su celda.

Lo único que se podía distinguir entre las sombras solo podía ser niebla o los dementores.

―¡Mi niño, mi querido, querido niño!

―Amelie, te lo suplico, aún estamos a tiempo de volver.

―¡No! Mantendrás tu palabra, no puedes fallarme ahora.

―Es un criminal. Vendió su alma hace años, no pensó en ti o en mí, ¡No le debemos nada!

―¡Es nuestro hijo!―exclamó la mujer, pero de pronto un acceso de tos la atacó y comenzó a jalar aire.

―¡Amelie!

Ella tardó un poco en recuperarse; pero cuando lo hizo, alzó la voz lo más firme que pudo.

―Me lo prometiste. Es lo último que pediré de ti, ¡Jamás lo hice antes, jamás te pedí nada! Si realmente me amas, no puedes arrepentirte ahora, ¡hemos llegado demasiado lejos!

Historias pre-guerra Donde viven las historias. Descúbrelo ahora