Pescando Truchas

5 0 0
                                    

Me encontraba en una pintoresca ciudad portuaria, repleta de edificios y casas de distintos tamaños, cuya arquitectura variaba en diseño y color: Había casitas de madera podrida por la costa junto a majestuosos palacios de grandes torres y espirales con piedras preciosas en las puntas. Enormes mansiones de techo de teja de hasta quince pisos se alzaban imponentes, al lado de humildes tiendas de mariscos y puestos de cerveza.

Abandoné la embarcación apresuradamente en busca de mi amado arpón, mientras me alejaba de las naves miré hacia atrás en busca del bote ballenero, estaba amarrado a un costado de la más grande. Atravesé la gran ciudad, por doquier observaba puestos de comida con pequeñas mesas de madera donde reposaban manjares, cuyos aromas me seducían e incitaban a gastar el dinero que no tenía: Cerdo frito justo en su punto bañado en miel. Pollo asado con la panza abierta, dentro de ella, huevos hervidos. Pato en salsa dulce. Lo que más me enloquecía era el pulpo frito con arroz en tinta, plato icónico de Khamdar. Mis ojos brillaron al toparme con una elegante licorería, a través de la ventaba miraba hipnotizado el área del bar, donde un camarero con mostacho corto, de chaqueta negra y boina blanca, vertía en las copas de una acaudalada pareja de túnicas azules, el exquisito vino púrpura de Kosros. En una de las mesas, ruborizados hombres fornidos, vestidos de pantalones negros y abrigos de pieles amarillas con manchas negras, reían mientras bebían tarros de la poderosa cerveza oscura de Batzor.

Al despertar de mi trance, caminé durante media hora, llegué a una enorme plaza donde personas de lenguajes y etnias distintas comerciaban una infinidad de productos. Junto a una posada, hermosos hombres y mujeres de pocas prendas me propiciaban sonrisas pícaras y hacían señas de acercarme al verme pasar. Los cuerpos de otros también eran mercancía, por desgracia no eran sus propietarios, seis personas cabizbajas en taparrabos con grilletes en las manos y sogas en el cuello, caminaban descalzos por el suelo helado, eran halados por hombres protegidos por armaduras de cuero, se detuvieron frente un hombre gordo de toga púrpura, de sus orejas colgaban brillantes aretes, sus botas eran de piel, negras y felpudas. Uno de los hombres, con una herida en el rostro conversaba con el obeso personaje, este último le entregó un bolsón con lo que asumo era plata, se dio media vuelta y todos se retiraron juntos como en una retorcida procesión.

Me sorprendía como es que después de una transacción tan impía la gente actuaba como si nada, por todas partes observaba el mismo patrón. Algunas personas vestían harapos, otras largas túnicas de colores, había quienes vestían sombreros de cuero, otros de tela. La mayoría traía bufanda o abrigo puesto, ya que el frío de la noche congelaba hasta los huesos, excepto unos que sólo usaban pantalón y sombreros picudos con ornamentas de oro y numerosos pendientes de diamantes. Era la primera vez que observé a tantas personas diferentes de clases sociales, razas y culturas distintas, todas con el mismo objetivo, apoderarse de otros seres humanos. Las otras partes de la ciudad, un hermoso mundo de contrastes, repleto de sonidos, aromas y vistas increíbles, hacían un grotesco contraste con el interior, un lugar maloliente y silencioso, la algarabía de la ciudad no penetraba hasta su corazón, lleno de personas de miradas tristes, siendo vendidas a otras, indiferentes del pensar de sus cautivos, para ellos no eran diferentes de las mulas o las vacas, indignos e inferiores a nosotros, por tanto, tenían todo el derecho de tratarlos como tal.

Queriendo salir los más rápido posible del corazón pútrido de la ciudad, huí en dirección contraria a la que había llegado, eventualmente divisé en la lejanía detrás de unos pinos, unas 20 luces, flotando sobre las aguas. Hacía horas que no había visto a los piratas, quizás se habían reunido con sus camaradas en una remota área costera. Me desplacé de la manera más silenciosa posible, caminaba por encima de la tierra, cuidadoso de no pisar ni una rama u hoja seca, cuando finalmente estaba por atravesar la pequeña zona boscosa, escuché a mi costado unas risas graves y desafinadas, reminiscentes a un mal coro. Volteé y justo fuera de los árboles, ví a la tripulación entera, más de un centenar de hombres con los rostros rojos y párpados caídos, algunos apoyándose de los pinos, otros sentados sobre cajas de cerveza vacías, algunos yacían desmayados sobre los miles de botellas de todo licor imaginable desperdigadas en el suelo.

Ciudadela de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora