El viaje desde Isla trucha fue agotador, estoy convencido de que la lluvia incesante y los vientos en mi contra eran un castigo divino por los actos que pronto cometería. La mar colérica me azotó incesantemente, inundando cada vez más mi modesta embarcación. Las heridas que sostuve en la isla me quemaban cada que les salpicaba agua salada. Pensé estar loco, puesto que, durante las noches oscuras y tormentosas, al caer un trueno, divisaba figuras haladas surcando los cielos, demasiado grandes para ser un ave, demasiado definidas para ser una nube, figuras cuadrúpedas que me acosaban en grupos de tres o cuatro individuos.
Este periodo de tiempo fue tan confuso que no tengo ni la más mínima idea del tiempo exacto que viaje, estaba muy ocupado con mi supervivencia como para contar los días, lo que sé es que enflaquecí hasta los huesos, viví a base de los cardúmenes de peces que a veces nadaban cerca de la superficie con ayuda de mi arpón, menos frecuente eran los peces espada que venían a alimentarse de sardinas, tuve suerte de pescar dos. Para mí desgracia al no tener acceso al fuego, mi dieta se basaba en pescado crudo.
Al no morir de hambre pese a tener una alimentación pauperrima, mientras remaba contra la marea y soportaba noches enteras sin dormir, diría que estuve navegando por dos o tres semanas. Mi agonía se detuvo cuando más allá de la tormenta, bajo un cielo azul sin nubes, con un sol radiante que iluminaba la tierra con sus rayos esplendorosos, divisé en la distancia una verde pradera cuyo fin escapaba a la vista, ví también un extraño bulto rojo ovalado en aquel gran verdor.
Exhausto, remé lentamente hacía aquel jardín divino. Dejar atrás aquella terrible tormenta, y sentir la cálida brisa marina acariciar mi rostro es una de las más gratificantes sensaciones que he experimentado jamás. Me quité los zapatos y salté a la tibia arena de la costa, caminé hasta la pradera, era la primera vez que sentía el pasto en los pies. Opté por ir a aquel extraño cuerpo rojo en la distancia, cada pasó que daba se sentía como atravesar un jardín de nubes, la sensación acolchada y suave de la hierba era un verdadero deleite.
Después de una media hora de caminar, el cuerpo rojo fue tomando forma, era un pequeño rosal, comencé a reír cuál demente, me quité el abrigo y salté en ropa interior a aquella cama de flores, me revolqué como un niño eufórico, el aroma perfumado, la tierna suavidad, la belleza de las flores, la felicidad que me traía era indescriptible. Después de jugar un rato, me quedé acostado observando la infinidad del cielo hasta que este tornarse se tornase a un hermoso bermellón, que anunciaba la pronta puesta del sol, me senté y miré cómo el astro se rey se asentaba en la pradera tras un bosque lejano.
Veía con detenimiento los elementos del paisaje, los búhos emergiendo de sus nidos, el suave chocar de las olas contra la arena, mi barco yéndose a la deriva ¡Mi barco se iba a la deriva! Olvidé amarrarlo, corrí tras él y salté al mar, nadé desesperado hasta subir, remé hasta la orilla y lo arrastré forzosamente por la tierra hasta un lugar donde no le llegaran las olas, allí lo amarré a un árbol. Después del susto decidí que dormiría sobre él, las estrellas ya podían verse y cerré los ojos, los volví a abrir cuándo recordé que había dejado mi abrigo en el rosal. Corrí apresurado hacia allá, me detuve en seco al ver que tres hombres a caballo inspeccionan mis pertenencias, sus relucientes armaduras y cascos picudos de bronce brillaban con la luz de sus antorchas. Me agaché y tomé mi arpón para esconderme sigilosamente en el bosque que ví en la lejanía. Estuve caminando un rato y vencido por el cansancio me acosté semidesnudo y mojado en el suelo.
La mañana siguiente fui despertado por el galopar de varios caballos, subí a la copa de un árbol para ver cuántos me perseguían, al menos tres jinetes se desplazaban en direcciones contrarias. Uno de ellos se adentró al bosque, se bajó del caballo justo frente al árbol donde estaba, tomó un catalejo de una bolsa que colgaba de su hombro, comenzó a mirar a todas direcciones, eventualmente lo apuntó hacia arriba y gritó del susto.
"Baja del árbol muchacho, estás bajo custodia" - El hombre grita, su voz algo ronca.
"¿Por qué?"- Aterrado me aferraba a las ramas
"Invasión de propiedad real" - Gritó con fuerza, para luego toser violentamente.
"¿Qué me harán?" - Me sudaban las palmas y me resbalaba del árbol.
"O pagas la deuda o vas preso" - El hombre se molestaba más con cada pregunta que hacía, seguía tosiendo.
"¿Cuánto debo?" - Pregunté pese a no tener un penique
"Diez monedas de oro" - Mi sentencia era demasiada
"Le puedo... Pagar en trabajo o algo. Puedo pescar y navegar y ..." - Fuí violentamente interrumpido
"O te bajas o te bajo " - Declaró
"No, por favor" - Temblaba de miedo
"Última oportunidad" - Desenfundaba una honda de su bolsa.
"No me llevarás" - Fruncí el ceño, un patético intento de aparentar valentía.
De su bolsa sacó una bola de hierro, la colocó en la honda y comenzó a girarla sobre su cabeza. En una mezcla entre furia y terror, salté desde la copa del árbol, intentando darle con el mango del arpón en la cabeza para noquearlo, sin embargo,aterricé con las piernas sobre su cabeza y se me cayó el arpón.
Estaba sentado en su pecho en una desesperada confrontación, yo era un animal acorralado sobre un depredador que quería mi cabeza. Furioso el hombre sacó un puñal, y me intentó apuñalar en la sien, lo esquivé y sostuve su brazo con ambas manos, le mordí los dedos hasta que le saqué el puñal con los dientes, lo lancé con un movimiento de cabeza, cayó a varios metros de nosotros, por mera casualidad justo al lado del arpón. Me levanté y acto seguido el también, corrimos rápidamente hacia las armas, yo llegué primero. Cerré los ojos y sostuve mi arpón con el filo apuntandole, fue la primera vez que derramé sangre.
Abrí los ojos a una escena terrible, él arpón se le había clavado justo en el pecho, estaba tratando de decirme algo, pero se ahogaba con su sangre, su rostro pasó de una terrible ira a un profundo terror, le saqué mi arma del pecho y se desplomó. Entré en pánico, me rasgué las ropas para hacerle vendajes, usé tanta tela que quedé casi sin camiseta pero la sangre no paraba de brotar. Yo lloraba desconsoladamente mientras el hombre pateaba desesperadamente, con ambas manos intentaba apartarme, su mirada aterrada fija en mí, trataba de pronunciar palabras mas no podía, sus movimientos al principio eran agitados y muy erráticos, luego más calmados, eventualmente no sé movió. Abandonó este mundo adolorido y aterrado, una muerte indigna de un tan bello lugar como ese.
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Ciudadela de Sangre
AdventureLa masacre de su tribu causó la muerte de su maestro, armado solo con su arpón, su abrigo y su fe, emprendió un viaje en busca de los culpables, quienes residen en una colosal ciudadela en los confines más recónditos de la tierra. Su travesía dese...