A varios cientos de metros de allí, en un geriátrico en ruinas, se encontraba Eldwin. Se trataba de uno de los desorientados supervivientes que se quedaron en el asilo mientras lo derrumbaban con una bola de demolición. A su edad necesitaba atención constante pero, de alguna manera, se las había arreglado para no morir y ser una carga para cualquiera a su alrededor. No era algo que compensase con su maravilloso encanto, puesto que su verborrea ininteligible de insultos o la expulsión de efluvios purulentos eran sus respuestas típicas.
En su juventud, participó en incontables guerras. En general siempre luchó contra tribus primitivas de mancos, de salvajes con narcolepsia o autistas. A pesar de todo, aunque el ejército de su país los superaba en número y poseía la tecnología más puntera, fue el causante único de todas sus derrotas.
Cualquiera podría pensar que era un agente infiltrado, un rebelde saboteador, pero no. Simplemente era gafe. Su presencia era una condena. En sus últimas batallas, sus compañeros se peleaban por masticar las granadas que tenían para conseguir una muerte rápida.
Hoy en día, era un catálogo de patologías. Su cuerpo hospedaba todo tipo de virus, bacterias y alteraciones genéticas, esta última producto de su adicción al plutonio durante su etapa yonki. Una bala perdida le dejó tetrapléjico. Desafortunadamente, esa misma bala rebotó en su médula e hizo explotar un depósito de propano de un orfanato.
Viejo y lisiado, aún ansiaba la libertad con la que soñó de niño: "Alcatraz, Guantánamo, Auswitch..." son nombres que aún resuenan en su mente como sinónimos de libertad. Su cuerpo era un frágil cascarón que albergaba una mente lúcida y llena de ira injustificada.
Entonces una explosión de energía alguífica sacudió su silla de ruedas. Tuvo la fuerza suficiente para moverlo hacia la carretera. La pendiente de 90 grados hizo el resto. Recorrió vertiginosamente la cuesta a toda velocidad, mientras los vehículos daban volantazos para evitarlo, atropellando varias parejas felices de recién casados y a un joven que salía del hospital después de pasarse toda su vida en coma. La ley anti-badenes promulgada por el alcalde favoreció su descenso. Sin embargo, los operarios con largos palos que los sustituían se empecinaron en golpearle para frenarlo.
Doce kilómetros y cientos de golpes después, se detuvo. Los servicios sanitarios llegaron inmediatamente. Necesitaba trasplantes de cerebro, corazón, pulmones y piel de sujetos vivos compatibles. En el momento se llamó a sus sobrinos, quienes eran compatibles, y, debido a la urgencia, se les extrajo los órganos sin su consentimiento ni conocimiento. Como lo conocían en el hospital por sus constantes falsas alarmas y tenían confianza, tras la intervención lo devolvieron al lugar donde lo recogieron.
En el final de la calle, las ruedas de su silla se tropezaron con montones de algas. Como todo lo que era nuevo e inesperado, sintió la necesidad de combatirlo. Comenzaría así una cruzada personal.
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Las bolas de cebra
ComédieSe dicen muchas cosas del amor, generalmente buenas. Si es tu único objetivo en la vida, no obtenerlo se considera una derrota. Pero Vladimir, un joven estudiante de secundaria de 25 años, tendrá que aprender que no puede ponerlo como única meta en...