El día parecía noche, ya qué las nubes grandes y terribles, tapaban el sol celosamente, ni una pizca de luz se veía, salvo las que producían los rayos que se entrelazaban en las nubes como si fueran serpientes.
Debajo de las tinieblas del cielo se encontraba una casa, fea como ninguna otra, de techo endeble y paredes quebradizas color gris, en esa húmeda y fría casa vivía un hombre de facciones grotescas.
Aquel hombre con aspecto de cadáver dormía profundamente sobre su silla roja y polvorienta, sus manos esqueléticas se entrelazaban encima de su pecho, sus piernas pálidas se cruzaban y se extendían hasta que su cuerpo se hallaba recostado sobre aquel rígido mueble.
Ese hombre pudo haber dormido profundamente esa tarde, probablemente soñando con mejores tiempos, en los que su cuerpo no era horrible y su casa estaba en mejor condición. Pero las tormentosas nubes no iban a esperar a que ese señor se despertara, estaban a reventar de agua y poco a poco soltaron gota tras gota.
Suave llovizna cayó de los cielos hacia esa choza mal cuidada, las pequeñas y traviesas gotas fueron unas intrusas que entraron desde los agujeros del techo. Mojaron los suelos, los cuadros y los muebles, pero sobretodo, mojaron a aquel hombre que descansaba.
Se formó lentamente una gota en el techo, de forma muy paciente ese pequeño cuerpo de agua esperó a convertirse en la gota más gorda e irritante que se pudo hacer y cayó sobre la arrugada calva del hombre, dicha gota tardaba unos segundos en formarse y un pestañeo en caer.
Una...dos...tres... Fueron las gotas que bastaron para rebasar la paciencia de este hombre. Abrió sus ojos amarillentos y llenos de lagañas, que miraron con rabia hacia el techo solo para ser recibidos por una cuarta gota que se estrelló en el punto medio de estos dos ojos.
Soltó un gruñido y pasó su mano sobre su rostro, le levantó de su silla y estiró su cuerpo, sus huesos sonaron como si se quebraran, el crujir de sus articulaciones se escuchó por toda la casa y aquel viejo soltó un gemido de alivio.
Después de estirar su cuerpo, tomó una postura encorvada, casi jorobada y a regañadientes empezó a buscar baldes para su casa. Registraba toda la casa mientras balbuceaba quejas y maldiciones, las decía en voz baja como si alguien fuera escuchar en esa casa tan desolada.
Aquellos recipientes metálicos y abollados fueron puestos sobre cada una de las goteras de la casa, no eran pocas y aquel hombre lo sabía, tenía los suficientes para cada agujero en el techo.
Después de poner un balde justo debajo de cada gotera, cada gota en cada balde producía un ruido seco (irónicamente) el cual era propio de un cuerpo de agua golpeando un cuerpo de metal, cada gota caía a su propio tiempo generando el mismo patrón exacto como si de un instrumento se tratara, un instrumento molesto, sin afinación y hecho solamente para incomodar al viejo de la casa.
Aquel hombre no le prestó atención, todo lo que quería era dormir un poco más, unas horas más, o si se podía, toda la vida... Pero si solo dormía hasta las 4 se conformaba.
Se sentó nuevamente sobre su vieja silla de terciopelo que en mejores años era de color rojo, entrelazó sus dedos esqueléticos con uñas largas y onduladas, también estiró sus piernas quebradizas y las cruzó, su cuerpo quedó recostado sobre ese mueble que solo él le puede conseguir comodidad, y con la facilidad que solo tienen los viejos, se durmió con solo cerrar sus ojos.
Uno... Aquella gota cayó sobre su cabeza, no solo dándole una molestia sino que también le dió la sensación que había olvidado algo. Dos... ¿Pero que era? Un ligero sentimiento de angustia vino sobre él y la suave llovizna que caía, se convirtieron en cántaros derramando mares. Tres... Y los ojos del señor se abrieron en gran manera y pegó un brinco que no parecía propio de su edad.
Su mirada pasó de ser una de una de preocupación a una de rabia, miró a los cielos como si quisiera gritar blasfemias, las más horribles, de esas que hacen llorar monjas, apretó sus dientes con fuerza y una vena roja floreció en su frente, al final gritó, desde el fondo de sus entrañas vociferó:
-¡Coño la ropa! - gritó por las cuatro esquinas de su casa
Aquel señor mayor caminó apresuradamente para recoger todas esas prendas más que empanadas que se hallaban en su patio; dos sacos y una sola media.
Entró a su casa tan mojado como sus ropas y volvió con un balde en la mano, tiro los prendas al suelo, incluyendo la ropa que llevaba puesta, volvió a sentarse sobre su vieja silla, poniéndose en una forma incómoda, entrelazando sus dedos y cruzando sus piernas, pero está vez se colocó un balde en la cabeza.
En esa tarde tormentosa aquel hombre volvió a dormir, mientras gotas caían sobre su cabeza, en un ritmo de: Uno... Dos... Y tres.