time went on for everybody else, he won't know it.

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Los 14 de noviembre eran, probablemente, los días más tristes en la vida de Mikey.

No era una sorpresa para nadie, pero el peso de tal declaración era tan grande que no bastaba solo con estar implícita.

Las solitarias habitaciones de su casa se volvían más frías, las calles de su vecindario parecían vacías y su vida se sentía en escala de grises, pausada en el tiempo.

No era que no pudiera reír o sonreír, tampoco se trataba de eso. Simplemente no sonreía de la manera en que todos creían y querían.

Siempre había pensado que las cosas que las personas ligaban a la alegría funcionaban también para la tristeza.

Sonreías en los cumpleaños de tus amigos, en las bodas. Sonreías cuando te daban una buena noticia u obtenías el ascenso que querías. Sonreías cuando te sentías pleno y también cuando contemplabas otras reacciones de alegría.

Reías con tus amigos en las películas malas, cuando presenciabas el surgimiento de un chiste local y también cuando alguien desistía al perder un juego de mesa.

Mikey había experimentado algunas de esas cosas. Otras las seguía experimentando de vez en cuando.

Se había reído con sus amigos, pero también les había dedicado sonrisas llenas de tristeza.

Cuando la gente te hablaba de la depresión o la tristeza, te hablaban de ellas en una versión materializada: como si estuvieras dentro de una gran neblina gris que te susurra todos tus fallos y errores y te hace creer que lo que haces no vale nada.

Los 14 de noviembre, esa nube le decía a Mikey todo lo que podría haber hecho para evitar lo de Emma, sí, pero también le llenaba la cabeza de recuerdos. Lo hacía reír por recordar aquella vez que eran niños y le había advertido a Emma que no se enamorara de él. Lo hacía sonreír recordar lo feliz que ella estaba en su último cumpleaños junto a él.

Entonces, si el reír y sonreír eran inherentes a la alegría, ¿por qué estaba Mikey recostado en su cama esa mañana, boca arriba y con ambas muñecas tapando sus ojos, llorando?

De vez en cuando Mikey se preguntaba qué tanto podía hacer para dejar de sentir que estaba corriendo en círculos.

En terapia, había manejado el duelo que había supuesto perder a su hermano mayor y figura paterna. Había hecho de todo y aunque aprender que tenía derecho a estar triste por ello sin dejar de avanzar y que la culpa espontánea era algo que probablemente nunca lo abandonaría (puesto que es un sentimiento humano) le había costado bastante, también había podido entender lo importante que era qué hacía después: aceptar que era normal y absolutamente comprensible estar triste porque su hermano había muerto, mas no dejarse caer.

No lo había logrado ni a la semana ni al mes o a los seis meses de terapia, pero había descubierto que una forma de lidiar con la tristeza era haciendo.

Ahora sabía que si se quedaba en su habitación todo el día, al final solo se sentiría un fracaso y eso lo orillaría a quedarse el siguiente día en cama también. Todo se convertía en un círculo.

Entonces había decidido reparar una vieja motocicleta que Shinichiro nunca terminó, y pronto había descubierto que el hobbie que le había inculcado su hermano lo mantenía centrado y con los pies en la tierra.

Sin embargo, cuando había comenzado a trabajar en lo de Baji, se había dado cuenta que todos los duelos eran diferentes.

Más que ayudarle el hacer cosas que ambos hacían o hacerle honor comiendo algo que a Baji le gustaba, se sentía culpable.

Andar en moto de la manera en que siempre lo habían hecho se había convertido en un arma de doble filo. La velocidad y la adrenalina parecían acoplarse perfectamente a su ritmo cardíaco acelerado y a la sensación de que un ataque de pánico estaba por venir.

Y luego casi se había estrellado contra una barrera de contención: los autos le habían tocado el claxon y frenado mientras él intentaba no salir volando en el proceso. Se había caído y después todos le habían lanzado maldiciones, pero no había pasado a mayores.

Aún así, podría haber provocado un accidente horrible. Gente inocente pudo resultar lesionada.

Hubiera sido por un accidente, sí, pero lo había hecho pensando en él. Igual que Baji había entrado en la tienda de motocicletas pensando en Mikey aquella vez.

Se sentía terrible por relacionar todo con eso.

Sobre todo cuando había hablado con Baji en su momento y se habían jurado protegerse y ayudarse mutuamente.

Aún así, ¿alguna vez lo había perdonado de forma que no fuera tácita?

Ya ni siquiera podía recordarlo.

Entonces había escrito una larga carta. Se había encargado de liberar todo el coraje que su corazón había almacenado en secreto. Había maldecido, pero también había pedido perdón adecuadamente. Le había escrito lo mucho que había significado para él y también le había pedido liberar todos los arrepentimientos que seguramente había acarreado desde el suceso hasta su muerte.

Había quemado la carta y dicho su contenido en voz alta. Había llorado escribiéndola, leyéndola y dejándola ir.

Dejándolo ir.

Nada de eso le había funcionado con Emma: le había pedido perdón, escrito cartas y hecho cosas que le gustaban.

Entonces, ¿por qué sentía que le faltaba algo para soltarla por completo?

No sabía qué era, o si el auto desprecio y la impotencia se lo impedían. No era como que le quedara otro duelo por resolver.

¿O sí?

La rutina era la misma de siempre, la sensación era la de siempre.

Había desayunado el platillo favorito de Emma y había cocinado un poco más para llevarlo a su tumba. La florería tenía el mismo ramo de crisantemos al mismo precio de siempre.

Se lo había llevado escuchando la entristecida voz de la joven empleada que por la fecha ya sabía cuál sería su pedido. Todo exactamente igual.

Había aparcado su auto (transporte que había optado por conducir después de todos los pensamientos intrusivos que venían derivados de una vida manejando su motocicleta al límite) en el mismo lugar también.

Sería exactamente igual que los otros aniversarios, Mikey pensó.

Así que se acercó a la lápida y dejó cuidadosamente las flores y la comida a cada lado suyo, juntando sus palmas segundos después.

Todo iba normal, hasta que un jadeo le quitó la concentración.

Sus ojos, que hasta ahora habían estado cerrados, se fueron abriendo lentamente. Era un lugar público, y aunque no solía ver a nadie cerca en estas fechas y sabía que sus amigos jamás lo interrumpirían, algo en él lo instó a echar un vistazo.

Pudo haber sido cualquier cosa. Hasta su imaginación.

Pero no.

Ahí, a dos metros de él, estaba Draken.













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right where you left me | drakeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora