La sala del trono estaba a rebosar de súbditos. El príncipe no tardaría en entrar. A pesar de la larga espera, el ambiente estaba frío y silencioso como el más eterno invierno. El sacerdote mayor esperaba en lo alto de la escalinata que llevaba al trono: un asiento enorme con bordados de plata y acolchado carmesí. Teñido con la sangre de sus enemigos, como solía recordarme cuando nos veíamos.
La silla en la que morían todos los reyes.
Donde moriría Lestar.
Se abrieron las desmesuradas puertas de madera tallada con un sonido lento y grave que retumbó por toda la estancia, rebotando contra las altas bóvedas grises y las columnas que relataban la historia de cada reinado. Una historia de la que sería partícipe si aquello salía bien.
No había música. No se oían aclamaciones de júbilo, ni aplausos, ni siquiera una mirada amable que acompañara aquel solemne momento. Los soldados aguardaban junto a cada columna, inmóviles como estatuas y con los ojos severos fijos en los asistentes. Lester hizo su aparición.
Caminó lento por el pasillo central. No tenía prisa. Nadie parecía querer salir de ahí; así como tampoco querían permanecer.
Quién sería nuestro próximo rey eclipsaba los variopintos colores de los ropajes del pueblo. Vestía del azul marino casi negro de su casa, con detalles bordados en rubí, plata y oro en las anchas mangas y en los bajos de la falda. El manto negro como la noche más profunda se arrastraba por el suelo y contrastaba con sus largos cabellos rubios, sueltos hasta la cintura y adornados con disimuladas trenzas. Idénticas a las que le tejía yo en los momentos de intimidad.
¿Cuántas veces le había ronroneado lo dolorosamente hermoso que era?
Quizá no las suficientes.
Llevaba consigo una belleza que podía acabar con la cordura y la esperanza de cualquiera que le viera.
Eso, ese terror, es lo que podía vislumbrar tras la fachada inexpresiva que mostraban todos al ver a Lestar camino del trono, del poder. Al encuentro de la guerra y la sangre. No podía decirles que para eso estaba yo: para impedir que sucumbiera a la codicia, que cometiera más atrocidades. ¿Pero quién iba a confiar, o siquiera creer, en el amante del rey? Quizá unos pocos. Algún noble. El pueblo si fuéramos convincentes. Quizá sí valía la pena intentarlo.
El futuro rey llegó al pie de las escaleras con la cabeza gacha, como dictaba la tradición. Subió despacio, saboreando cada paso, rememorando cada hecho que le condujo hasta ese momento. Si hubiera un juglar apto, sus versos narrarían cómo la tierra se sacudía bajo sus zapatos, cómo los rayos del sol veneraban la cabellera del mismo tono, cómo el manto dejaba tras de sí una estela de muerte por el pasillo desquebrajado. Pero el juglar no podía componer, quizá nunca más podría. No después de haber contemplado aquello.
Lestar tomó de las manos del sacerdote la corona —ruda y basta, todo lo contrario a lo que él era—, se enfrentó a los rostros de sus súbditos y se coronó a sí mismo, como ningún rey antes había hecho. Con orgullo y vanidad. Con la seguridad que tiene una persona cuando sabe que no le pueden quitar nada.
No hubo aplausos. Nadie podía mover un dedo de la mano. Ni del pie.
Se quedó de pie frente al trono, que sería su verdugo, y los miró. Nos miró a todos, pero primero a ellos. Me pregunté qué vería. Qué es lo que estaba pasando por su mente. ¿Estaría planeando su próximo movimiento? ¿Acaso ya lo tenía previsto desde hace tiempo? ¿Pensaría en la princesa? ¿En los rebeldes que tan alegremente le habían acogido y ayudado? ¿En la magia que ahora era capaz de controlar?
Sus iris morados se detuvieron en mí. Pensé que sonreiría, que quizá distinguiría un rastro de aprecio, una mirada cómplice... algo. Pero su expresión era tan neutra como las reacciones de los presentes. Bajó la mirada hasta mi pecho, donde mi puño custodiaba la sortija que de niños me obsequió. Y entonces sí, en ese instante hubo algo. O eso quise creer.
Se sentó en el trono recién recuperado. Paseó sus ojos de nuevo entre los presentes, como sentenciando quién mandaba ahí y qué es lo que pasaría si se volvían a alzar o poner en su contra. No me volvió a mirar; sin embargo, en cuanto chascó sus dedos y la presión se liberaba por fin, supe que iba por mí. Y antes de que cayera de bruces contra el suelo y viera todo negro, lo prometí. Prometí que Lestar no volvería a aprisionar a su pueblo de esta manera. Nunca más.
Pero las promesas se rompen.
Y las palabras se olvidan.
░░░
10 de octubre de 2022
ESTÁS LEYENDO
Historias hialinas
Short Story«Más» historias, relatos, lo que surja. Hialinas de traslúcido. Todo está ahí, pero no completamente. Todo te llegará, pero no lo sentirás enteramente. O sí. ¿Qué sé yo? Historias de todos los géneros, con amores de todas las clases (o eso intentaré...