Conjura blava

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Llegó escoltado por Bella. Los vi desde el balcón de la torre del homenaje: dos figuras pequeñas que salían del bosque y se acercaban a paso seguro a la fortaleza. Me apresuré al portón e indiqué a mis compañeras que bajaran el puente y abrieran las puertas.

Bella avanzó tras el invitado, con una mano en el hombro de este —guiándolo, pues llevaba los ojos vendados— y la otra en la empuñadura de la espada. En cuanto el sujeto oyó la sinfonía de lo cotidiano que sucedía entre nuestros muros, borró su sonrisa. Pero a mí no me engañaba. Sabía quién era aunque se presentara con prendas de campesino. Percibía su manera de andar, la inclinación de su cabeza, los leves movimientos de su mano diestra buscando una espada que no portaba.

Sin decir palabra, guié a la pareja al pequeño salón donde nos solíamos reunir las líderes de esta rebelión. Bella le forzó a sentarse en una silla con una presión brusca en el hombro que sujetaba. Me quedé de pie junto a la lumbre, cuyo fuego crepitaba con suavidad.

—Podéis retiraros la venda. Y la capa.

Unos ojos violeta parpadearon para, a continuación, estudiarme con cuidado. Me midieron y evaluaron. Erguí la espalda.

—Ciertamente no es lo que esperaba.

No me corrigió el uso formal reservado para los nacidos de la nobleza. Error.

—¿Qué hubiera sido tal cosa?

—Ruinas. Un desastre. Algo que podría rechazar con evidentes razones o que me hiciera desistir en mi empresa.

—Siento la decepción, alteza —agregué el título para hacerle saber que era consciente de su identidad. Se mostró interesado.

—¿Qué me ha delatado?

—¿A parte del olor a limpio, el pelo sin enredos, la postura y la ceremonia con la que os habéis retirado la venda y la capa? Mi inteligencia, alteza.

Noté un brillo peligroso en su mirada. La verdad es que era hermoso. Como lo sería el filo de una espada si esta fuera humana; de una manera brusca y hasta sincera. Sin embargo, de él me esperaba de todo menos sinceridad, porque conocía sus intenciones. Se las había comunicado a Bella y ella a mí.

Se soltó el pelo que llevaba recogido en un moño bajo. Le llegaba por debajo de los hombros y tenía pequeñas trenzas aquí y allá que le concedían un aspecto más grácil.

Me aclaré la garganta. De repente tenía la boca seca.

—Comprendo.

—Os ofrecería un refrigerio, pero preferimos no fraternizar con el enemigo, sino erradicarlo. Por lo tanto —crucé los brazos sobre mi pecho. Noté cómo lo miraba durante un segundo; fue suficiente para mí—, vayamos al grano. ¿Qué queréis?

—Recuperar lo que es mío. Y para ello necesito vuestra ayuda.

—¿El trono? ¿Una corona? ¿Un pedazo del tesoro real?

—Eternia. Toda ella. Es mía por derecho.

Desconocía la línea de sucesión. Me era irrelevante pues todo rey o reina era igual a sus predecesores y sucesores. Solo miraban hacia el agujero de sus respectivos culos, que estuvieran dorados y brillantes. Pero la mierda huele igual, da igual de dónde proceda. El rey destronado que tenía delante, sentado con las palmas abiertas sobre sus muslos no era distinto a sus semejantes. Me estaba dejando ver un comportamiento —que no palabras— dócil o sumiso que, sin duda alguna, no se correspondía con la realidad. Y el cómo era en realidad era lo que importaba.

—¿Qué os hace pensar que os vamos a proporcionar auxilio?

—Mis condiciones.

Las suyas, no las nuestras. No me inmuté. Sacaría provecho de aquella reunión como sea.

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