De harina y confeti

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Notas: este relato es producto de un reto que encontré en Pinterest. La imagen la añado al final del capítulo para que no quede feo. A ver si adivináis la combinación.

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Tuve cuidado de no quemarme.

Saqué la bandeja del horno despacio, aun habiendo realizado esa misma acción miles de veces. Estaba llena de magdalenas de cacao. Ahora mi hermana pequeña Ruth las adornaría con toppings, más chocolate o trocitos de fruta. Ruth, a pesar de tener once años recién cumplidos, tenía una vena artística increíble, y los dulces que ella tocaba sabían y, sobre todo, se veían, de maravilla.

Nuestro padre había muerto dos años atrás, en un desafortunado accidente de coche; desde entonces toda la familia sintió la repentina urgencia de mantenerse unida. Nuestra madre se encargaba de la elaboración de los bollos y panes, mi hermano pequeño —el mediano— nos ayudaba a todos tanto si lo necesitábamos como si no, y yo pues me dediqué a la atención al cliente.

Fue así como conocí a mi novio. Entró una mañana calurosa de verano sin intención de comprar nada. Teníamos el aire acondicionado a tope para no morir, y por eso mismo se quedó. Pero se fijó en las composiciones de Ruth y tuvo que comprarse la dichosa galleta. Yo estaba vigilando cada uno de sus movimientos por encima del móvil, tras el mostrador, porque no había más clientes que él, vaya. Bueno, vale, lo admito, también porque era hermoso. Irradiaba un atractivo de esos que te advierten peligro, pero no por que sea mala persona, sino por la inminente caída hacia sus encantos. ¡Y los músculos! Uf, esos brazos. Y las manos...

El caso es que le cobré la galleta y le pregunté, como dependiente que soy, si quería algo más. Se me quedó mirando raro y empezó a hablar del tiempo. Debí de poner una cara de impaciencia y perplejidad con un toque de asco terrible porque comenzó a reírse —una risa grave, cercana, sexi diría yo— y me pidió el número de teléfono.

Obviamente, como profesional que soy, lo rechacé. Porque por muy bueno que estuviera, por muy solo que yo estuviera, por mucho que me gustaran las noches de sexo casual y quisiera que me follase aquel ser, no está bien confiar en el primero que pasa.

Supongo que le molé. Mucho. Porque volvía cada pocos días. Por ganar se robó hasta el corazón de mis tíos y primos —que trabajaban en una carnicería y una frutería en la acera de enfrente— y hasta los de mis dos abuelas que eran cada cual más huraña que la otra e intratables con todo el mundo salvo con ellas mismas, sus clientes y mi futuro chico.

Así que, por insistencia tanto externa como interna —me refiero, ni yo podía resistir más la tentación—, acepté quedar para tomar un café y conocernos mejor sin estar bajo la atenta mirada de mi familia al completo.

El sexo vino después. Y ¡oh, esos momentos! Sus movimientos. Sus roces. ¡Sus palabras! Pero primero nos conocimos y comprobé que no era un asesino o un depravado que vendería nuestros vídeos teniendo sexo. Tenía algunos problemas en casa sumando que no se llevaba muy bien con su hermana tres años menor. Fue algo que entendí por una parte, ya que mi familia había tenido unas relaciones tensas durante años hasta la muerte de mi padre. La mala relación con su hermana me era desconocida. A mis dos diablillos no podría odiarlos jamás o siquiera estar sin hablarles por más de un día. Y sin los memes que Andrew me mandaba cada mañana. Esos me daban años de vida.

Total, que una tarde le invité a mi casa y se quedó a dormir. Digamos que fue la noche más instructiva y productiva de mi vida.

Me quité los guantes para el horno después de sacar y depositar todas las bandejas. Mi hermana, en cuanto olió sus nuevas presas, se acercó ipso facto con un par de botes llenos de estrellitas de colores y fideos de azúcar. Gritó de emoción al verlas, dando saltos me abrazó y procedió a sentarse a la mesa para hacer su trabajo. Evidentemente la magdalena que ella se comería tenía la mayor cantidad de azúcar posible.

Sonó el pequeño carillón de viento que teníamos colgado en la puerta para avisar de nuevos clientes. Fui a ver quién era pero no encontré a nadie. Le pregunté a mi madre, que descansaba en el mostrador y me negó que hubiera sonado. Y sin embargo, el aire estaba revuelto y los maderos del carillón meciéndose, por lo que me estaba mintiendo. Solo que la razón la desconocía.

Me urgió a que fuera al almacén a por una bolsa de harina que era obvio que no necesitaba. A pesar de que estaba claro que algo estaba o iba a pasar, llevé mi rechoncho ser al almacén, tomé una bolsita pequeña de lo que se había inventado que necesitaba y regresé.

Habían bajado algunas persianas y echado las cortinas donde no les había dado tiempo a bajar. Un proyector portátil iluminaba el techo con estrellas que se movían y, en el centro, se encontraba parado mi novio.

Al distinguir mi figura se arrodilló.

Sacó una cajita de su bandolera.

Y me dijo las palabras mágicas.

Grité de la emoción y se me cayó el saco de harina al suelo, que se rasgó y llenó todo de polvo blanco. Me acerqué temerariamente a punto de resbalar y le respondí que sí, que obvio que quería pasar el resto de mis días viendo series con él y su gato hasta que el amor se agotase irremediablemente.

Mi madre y mis hermanos salieron de detrás del mostrador con tubos de confeti, que se sumaron en segundos a la harina del suelo. Los chillidos de felicidad de mis tíos y primos también se incrementaron cuando entraron en tropel por la puerta. Y finalmente recibí un beso de cada una de mis abuelas, que me sonreían, felices por mí por una vez en sus vidas.

Todo estaba perfecto.

No había nada que pudiera ir mal salvo alguna caída debida a la suciedad del suelo y la poca iluminación, que hacía que todos chocáramos con todos.

Me latía el corazón a mil y no podía sino perderme en los labios de mi futuro esposo.

Hasta que entró un ser indeseable por la puerta.

Y profirió un alarido, mirándome, acusándome, con su alma y corazón hechos pedazos:

—¡ME OPONGO!



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12 de febrero


Me tocó una combinación fácil: toda la familia unida, en una relación y trabajando en un negocio familiar

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Me tocó una combinación fácil: toda la familia unida, en una relación y trabajando en un negocio familiar.

Espero que os haya gustado, je.

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