El hada y el vampiro

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    Bresenwen de Torrenegra finalizó su discurso con una amenaza que pocos captamos. Los que no lo hicieron aplaudían y gritaban como si fueran patéticos humanos. En esencia lo que quería decir era que iba a exterminar a las otras especies para ser la criatura más poderosa del planeta. Y si para ello tenía que pisotear a sus hermanos, a nosotros, lo haría.

    Sin arrepentimientos.

    Apoyado en una columna al margen de la multitud vi cómo Bresenwen disfrutaba de la emoción que habían despertado sus palabras. Abría los brazos como la estatua a sus espaldas. Absorbía sus gritos, sus energías. A saber si algo más.

    Sin preocupaciones.

    Toda esa pantomima me la llevaba oliendo desde hace décadas. Bresenwen era un tipejo que solo ansiaba más. Más de lo que fuera: poder, dinero, humanos, sangre, violencia. Hacía honor al chupasangre que era.

    Pero éramos más que eso. Éramos una especie que no debió existir nunca y que, sin embargo, dominaba las sombras de todas las ciudades, bosques y pueblos del planeta. Éramos el respeto al miedo y a la muerte. Nos habíamos adaptado a la convivencia. Éramos seres civilizados.

    Pero no él. Ni tampoco sus fanáticos lamecalzones y chupapollas. Pilligrim formaba parte de esa multitud descerebrada, por más que intentaba apartar al imbécil de estas influencias malditas.

    Sin remedio.

    Salí de la catedral sin mirar atrás. Siempre me había hecho gracia que los humanos pensaran que sus figuras religiosas surgían algún efecto. Efecto en general, no solo como supuesta protección contra nosotros.

    Era el último sitio donde pensarían buscar nuestras guaridas. Y sin embargo...

    Me tomé mi tiempo en llegar. Me envolví en los sonidos de la noche, de los borrachos, de los niños que deberían estar en sus camas, de las mujeres que no tenían más remedio que trabajar a esas horas. Y de las otras criaturas. Criaturas que muchas no tenían nombre porque los humanos no las habían estudiado todavía. No las habían atrapado y torturado buscando extraer sus secretos, fortalezas y debilidades. No habían intentado experimentar con ellas. Todavía.

    Y ahí iba yo. En busca de lo único que quizá —ni la certeza tenía— nos salvaría a todos de la locura que había enraizado en Bresenwen.

    Primero fue el aroma a flores. Luego el rumor de la corriente del riachuelo y de los canales. Luego el verdor del jardín. Había llegado.

    Forcé con delicadeza la verja de hierro para abrirla y me adentré en ese trocito de naturaleza que sobrevivía a la industrialización del mundo. El humo, el ruido, las masacres... Quizá no era tan mala idea dejar que uno de los padres de familia se encargara de arreglar el planeta.

    Pero no, no podía ser. Si quería darles... Si quería que ellos vivieran, sin temor a morir en cualquier momento... Por ellos estaba llevando a cabo esa misión.

    Quizá me estaba humanizando en exceso. Quizá era todo su culpa, por convivir, por tener contacto con ellos, por conocer sus sentimientos y deseos.

    Un pozo repleto de enredaderas dominaba el pequeño espacio, en medio del camino. Alrededor todo eran plantas. La luz de la luna creciente se filtraba por los cristales de arriba, y por los ventanucos que estaban abiertos.

    Aún estaba a tiempo de dar media vuelta.

    Podía hacerlo. Podía sentenciarlos a todos. A Pilligrim, a ella, a ellos, a mí. Podía vivir con la culpa, con más culpa aún. Podía darles las manos y abrazarles prometiéndoles que todo iba a salir bien mientras en las calles se llevaba a cabo una caza de razas. Podía ignorar a mis ancestros y sus deseos. Podía verlos morir a todos y luego suicidarme.

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