Capítulo 5

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—Oye, ¿dónde estamos yendo?

Miré de reojo a mi tío Mike.

—Al gimnasio, como casi cada día.

—Ah, sí... quieres hacer deporte. —Lo dijo como si fuera un acto terrible—. ¿Es que no te cansa?

—Pues sí, pero me gusta igualmente.

—No seré yo quien se meta en tus tonterías, con todas las que hago yo...

Miré de nuevo hacia delante. Tenía la bolsa de deporte entre las zapatillas y a Benny, el hurón de mi tío, sobre el regazo. Se había puesto por casualidad, porque no solía dejar que nadie que no fuera su dueño lo tocara demasiado. Si no era él, claro. Además, yo no le caía muy bien. Intenté pasarle los dedos por la espalda y me bufó con desagrado. Instantes después, había saltado al asiento trasero.

—¿No es peligroso llevar al hurón suelto por aquí? —pregunté mientras Benny hurgaba bajo montones de ropa de dudosa higiene—. Si te salta encima mientras conduces...

—Por favor, Benny tiene más modales que toda nuestra familia junta.

Como para demostrarlo, chasqueó los dedos y le hizo un gesto para que se pusiera sobre su hombro. Benny soltó un sonido parecido a un gruñido y dio un saltito para desaparecer en el maletero.

—No te ha hecho mucho caso —observé.

—Para ser un divo como Benny, de vez en cuando tienes que desobedecer.

Suspiré y me acomodé mejor en el asiento. Mi tío Mike, que se había despertado de la siesta solo para acompañarme, tomó otro sorbo de su café y giró el volante con la mano libre. Ir con él era casi una condena de accidente de tráfico, pero no tenía muchas alternativas.

Está la opción del bus.

Corrijo: había más alternativas, pero era una vaga y no quería usarlas.

Mi tío aparcó el coche delante las puertas del gimnasio, y yo me desabroché el cinturón. Dejé que me removiera el pelo al despedirse, le di las gracias por traerme y me bajé con la bolsa de deporte en la mano.

—¡Oye! —añadió cuando empecé a alejarme, y volví rápidamente—. ¿Tengo que pasarme también cuando termines?

—Oh, no hace falta... Mamá dijo que lo hará ella.

Tío Mike parpadeó, soltó un largo silbido divertido y se llevó una mano al corazón, como en el funeral de un soldado caído.

Un minuto de silencio, por favor.

Entré en el gimnasio con poco humor, dejé la bolsa en el banco de la entrada de la cancha y me acerqué a los demás. Como siempre, Tad y Víctor eran los únicos que llegaban puntuales.

Estaban charlando tranquilamente entre sí cuando me acerqué a ellos.

—Hola, Ellie —dijo Tad, sonriente. Se había sentado en el suelo para estirar las piernas.

—Hola —mascullé entre dientes.

Víctor, que estaba estirando un brazo por encima del hombro, esbozó media sonrisa.

—Estás tan alegre como de costumbre, por lo que veo.

—Ugh, cállate. No estoy de humor para bromitas.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tad.

—Mi madre me ha dicho que quiere pasarse al terminar el entrenamiento. Quiere... hablar con el entrenador.

Ellos intercambiaron una mirada muy parecida a la que me había dedicado mi tío en el coche. Yo, mientras tanto, me senté en el suelo para imitar a Tad.

Las luces de febrero #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora