Capítulo 12

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Todavía plantada en medio de la puerta principal, miraba a mis padres con los ojos muy abiertos. Ellos parecían resignados.

—¿Estás seguro de que esto es buena idea? —preguntó mamá en voz baja.

Papá se encogió de hombros.

—No sé, pero ya hemos dicho que nos iríamos, así que habrá que irse.

Ella seguía sin estar nada convencida. Me miraba de arriba a abajo, como si así fuera a determinar hasta qué punto podía fiarse de mi palabra, y finalmente volvía a sacudir la cabeza. Yo me esforcé todo lo que pude en que mi sonrisa fuera lo más sincera posible, aunque por dentro me estaba muriendo de nervios.

—Jay estará pendiente de la fiesta —aseguré—. Y tío Mike está encerrado en su casa, así que no hay peligro.

No hables de tu tío como si fuera una plaga.

Papá miró a mamá de reojo, como para comprobar qué expresión tenía, y luego se volvió hacia mí.

—Si le pasa algo a la casa, serás la responsable.

—Entendido.

—Y no habrá más fiestas hasta que te jubiles.

—Perfecto.

—Y le preguntaremos a Ty qué tal ha ido todo —añadió mamá.

Ahí me resultó un poco más difícil no torcer el gesto.

—Vaaaaaale...

Por lo menos, aquello pareció ser lo último que necesitaban para convencerse. Mamá suspiró y se acercó a mí para darme un abrazo que casi me deja sin respiración. Lo correspondí con media sonrisa, y cuando se separó me plantó un beso en la mejilla.

—Feliz cumpleaños adelantado, entonces —me deseó—. Mañana lo celebrarás con nosotros, ¿o ya eres muy mayor para eso?

—No me negaría a una hamburguesa, la verdad.

—Así me gusta.

Papá era menos cariñoso —al menos, en el terreno físico—, así que se limitó a darme un toquecito en la cabeza y a esbozar una sonrisa.

—¡Felices dieciocho para mañana! Cuidado con lo que haces en la fiesta, que ahora sí que podrás ir a la cárcel.

—Gracias por los ánimos, papá.

—Oye, la mayoría de edad llega con ciertas responsabilidades, ¿o te creías que la vida es una fiesta continua?

Esbocé una sonrisa irónica, él me dio otro toquecito en la cabeza como si fuera su gato revoltoso y, finalmente, fueron al coche. Daniel los estaba esperando junto al maletero, y se despidió de mí con un gesto de la mano.

Yo me quedé ahí plantada, viéndolos marchar. Se habían pedido una habitación en un hotel de la ciudad para aprovechar el ratito solos, y en teoría no volverían hasta el día siguiente al mediodía, así que tendría tiempo de sobra para recoger lo que fuera que destrozáramos durante esa noche.

En cuanto vi que desaparecían tras la valla de la urbanización, respiré hondo. Vale. Hora de la fiesta.

Me gusta esa frase.

Volví a entrar en casa, decidida. Jay estaba tirado en el sofá con una bolsa de patatas en la mano y restos en las comisuras de la boca. Ty estaba en el sillón toqueteando la Tablet de forma compulsiva.

—Bueno —empecé, con los brazos en jarras—, en una hora empezará a llegar la gente. Lo digo por si queréis encerraros en vuestras habitaciones o algo así.

Las luces de febrero #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora