24 de diciembre de 1990
Querido diario:
Hoy, cuando desperté y bajé al comedor, vi a Henry hablando tranquilamente con El Hombre de la Sal, que estaba sentado a la mesa. Me di tal susto, que volví corriendo a mi habitación y perdí las chanclas por el camino. Henry fue detrás de mí y me encontró temblando debajo de las sábanas.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó, sentándose en la cama a mi lado y acariciándome la cabeza—. ¿Por qué te asustaste?
—¡Ese señor con el que estabas hablando es un asesino! —chillé—. ¡Es nuestro vecino! ¡En cualquier momento, te matará de un palazo!
—Calma, calma, mi cielo. El señor Marley no es un asesino. Es un pobre hombre que se ha distanciado de su familia. Vino a verme porque le preocupó verte tan solo, eso es todo. Ahora bajemos, que se te hace tarde para desayunar.
No me sentía seguro del todo, pero me destapé y fui a desayunar. Henry había invitado a mi vecino a desayunar y habló un poco conmigo. Ahí fue donde me di cuenta de que Henry tenía razón. El viejito no tenía nada de temible. Por el contrario, era muy amable y sentí pena por él, porque iba a pasar la Navidad completamente solo. Por alguna razón que no entendí, su familia no le hablaba. Aquello me dejó pensando que, de no ser por Henry, yo estaría pasando por lo mismo que él. Me arrepentí de desear que mi familia desapareciera.
Después de que el señor Marley se marchara, vi a Henry peinándose en el tocador de la habitación de huéspedes.
—¿Puedo tocar tu pelo? —pregunté, acercándome a ella—. Es que parece tan suave y es tan bonito...
—¿Estás intentando seducirme, jovencito? —preguntó ella sonriéndome, comenzando a hacerme cosquillas—. ¡Cada día empiezan más jóvenes! Claro que puedes tocar mi cabello, pequeño.
Riéndome a carcajadas por las cosquillas, le pasé la mano por el pelo. Era tan suave como una nube de algodón y brillaba como el sol.
—¿Qué quieres hacer ahora, Kevin? —me preguntó Henry.
—¿Podemos ir a patinar? —pregunté.
—No veo por qué no. Hace un buen día, a pesar del frío.
No tardamos en estar patinando sobre el hielo. Henry patinaba bien y con mucho entusiasmo, tanto que parecía tener la misma edad que yo. Me tomó de la mano e hicimos un montón de giros locos.
Cuando llegamos a casa, en lo que ella preparaba el almuerzo, comencé a contarte mis aventuras de ayer, diario. Eso le llamó la atención.
—¿Qué estás escribiendo, Kevin? —me preguntó.
—Es mi diario —respondí con un poco de timidez.
—¿Puedo verlo?
—Se supone que es privado.
—No quiero hurgar en tus secretos, Kevin. Solo me interesa ver cómo escribes.
Sentía un tilín de pena y miedo por lo que ella pudiera pensar de lo que escribía aquí, pero tuve la impresión de que ella me entiende mejor que nadie. Le di este diario y lo abrió a la mitad.
—Está muy bien redactado, Kevin —dijo Henrrietta, pasando las hojas—. Dominas mucho del vocabulario, tienes letra clara, buena ortografía y sabes expresarte. ¿Cómo te va en el colegio?
—Muy bien —respondí orgulloso—. En lengua me ponen puros dieces. En gramática también. Solo saco menos en matemática. Ahí casi siempre me ponen un nueve. ¿Quieres ver mis cuadernos?
—Por supuesto, bebé.
Corrí a mi habitación y tomé mis cuadernos de clase de mi abandonada mochila. Luego fui a mostrárselos a Henry, que comenzó a revisarlos y sonreía al ver las calificaciones marcadas sobre mis tareas.
—Eres muy inteligente, Kevin —dijo Henry, despeinándome cariñosamente—. Yo también soy mejor en las letras que en las ciencias. Supongo que tus padres estarán orgullosos de ti.
—Ellos nunca me preguntan cómo me va en el colegio —dije, encogiéndome de hombros.
Me hacía el que aquello no me afectaba, pero en verdad me sentía mal por eso. Henry seguía acariciándome la cabeza.
—Pues si yo fuera tu madre, estaría muy orgullosa de ti —dijo.
—Y... ¿no me vas a regañar? —pregunté, con la cabeza baja.
—¿Por qué haría eso, mi cielo? —me preguntó Henry, pasándome la mano por el pelo.
—Porque mi hermano Buzz dice que tener un diario es cosa de niñitas.
—Eso es una tontería, Kevin. Ahora dime: ¿qué te gusta hacer?
—Me gusta cantar en los coros de la iglesia y la escuela. Pero en casa dicen que eso es de flojos.
Henry me sentó sobre sus rodillas y puso su mejilla contra la mía.
—Escucha, Kevin: nunca dejes que le pongan límites a tus sueños, mucho menos por razones tan absurdas como los prejuicios de género que impone la sociedad.
No comprendí del todo lo que quería decir, hasta que agregó:
—Yo a tu edad, imitaba a Jim Morrison, cantaba canciones de The Rolling Stones y quería tocar la guitarra eléctrica. Siempre me decían que era rarita por eso. Pero nunca me di por vencida.
—¿Y qué te gusta hacer a ti, Henry?
—Pues me gusta diseñar ropa, comer pasteles, ver películas de Disney, practicar artes marciales y cantar canciones de rock.
Me imaginé cómo se vería ella derribando a tipos malos a patadas.
—¡Wow! ¡Practicas artes marciales!
—Sí. Es bueno para la salud.
—También me gustaría aprender. Así nadie se atrevería a meterse conmigo.
—Puedo llevarte para que te enseñen. Pero es solo para defensa personal, Kevin.
Después del almuerzo, mientras fregábamos los platos entre los dos, Henry puso una canción en la reproductora y comenzó a cantarla a todo pulmón. Creo que dijo que se llamaba “I love rock n' roll”.
—¡Vamos, cántala conmigo, Kevin! —me animó.
Y entonces empecé a cantar con ella, golpeando la mesa para acompañar el ritmo de la canción. Cuando terminamos de lavar los platos, nos pusimos a ver una película de Disney.
—¿Te quedarás mucho tiempo en Chicago, Henry? —le pregunté, sentado en sus rodillas y recostado sobre su pecho.
Ella me estaba haciendo piojito.
—No lo creo —respondió, para decepción mía—. ¿Quieres que me quede?
—Ojalá que te quedaras para siempre. Me gustaría que fueras mi mamá.
Juro que la idea se me ocurrió de repente y la solté, pero Henry se vio diferente después de que yo dije eso. Ya no sonreía, estaba callada y miraba a la nada. Mientras poníamos las luces del arbolito de Navidad, me decidí a preguntarle:
—¿Por qué estás triste? ¿Fue algo que dije?
—No, mi amor, no tiene nada que ver contigo —contestó Henry, dándome un beso en la frente—. En estas fechas siempre estoy triste, porque no puedo estar con mi familia.
Me sentí mal por ella. La abracé y dije:
—No te preocupes. Yo seré tu familia ahora.
Terminamos con el arbolito y me llevó a dormir. Hasta mañana, diario.
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El diario de Kevin McCallister [Home Alone - Fanfic]
FanfictionCuando Kevin ve cumplido su deseo de que su familia desaparezca unos días antes de la llegada de la Navidad, siente que está en la gloria. Sin embargo, pronto comprende que estar solo en casa no es tan bueno como pensó. Cuando una misteriosa y bella...