Capítulo 1.

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Fue a inicios de la temporada seca cuando Daliana Ytriagon asistiría por primera vez a una escuela. Su abuela estaba tan encantada que la vistió con un kirtle beige con mangas blancas y cortas que ella misma confeccionó, le amarró el cabello como una cola de caballo y perfumó su cuerpo con una esencia de rosas. Luego se vio en la tarea de llamarle la atención por el estado en que se encontraban sus orejas.

—¡Mírate las orejas! ¿Desde cuándo no te las lavas? —dijo mientras la sentaba sobre su regazo.

La pequeña elfa, quien siempre tenía una excusa al respecto, esta vez no dijo nada. La abuela se encontró con una expresión tristona. Sabía perfectamente que a su nieta le aterraba abrirse al mundo exterior. Con tan sólo ocho años, su vida estaba siendo afectada por la ausencia de Tarén en su cuerpo.

—Entiendo muy bien que esto es difícil para ti —continuó—. Puede que diferente o aterrador. Pero creo que sería un error que vivas el resto de tu vida aislada del mundo. Además, creo que posees un gran potencial que no puedes desaprovechar, mi niña —alegó con voz serena.

—¿Lo dice enserio? 

Y su abuela le asintió con la cabeza mientras sonreía con pasividad.

Desde que tiene uso de razón, siempre la han llamado inservible. Algunos padres no dejaban a sus hijos jugar con ella. ¿Por qué no tendrá Tarén?, siempre susurraban. Cuando salía al conuco con su abuela, los otros aldeanos la analizaban y retrocedían. ¡Aléjate, bicho raro!, le gritó una vez un niño. Y sin el Tarén, la escuela le iba a resultar un desafío. Sin embargo, tras las motivaciones de su abuela, tomó coraje y decidió presentarse.

Daliana Ytriagon era la típica niña obediente, tímida y poco advertida. Gracias a la pigmentación pálida de su piel, su hermana la asimilaba con una escolecita recién sacada de una mina; una blanca y hermosa niña más bonita que una flor. Poseía en conjunto con unos rebeldes rizos carmesí, ojos de un color rojo vivo, cejas igual de rojas y escasas, nariz delgada y fina, y un esférico rostro adornado con un enjambre de detalladas y finas pecas.

Por otro lado, la abuela Machi era un poco encogida y regordeta. Llevaba una cabellera cortada hasta las orejas, mostrando un barrido de color castaño a gris. Su tono de piel era similar a la almendra y sus ojos a la miel. A pesar de estar afectada por los frutos de la vejez, era una anciana notable, resistente, sobrada en encanto y conservaba una sonrisa afable.

La niña, con su vestido nuevo y su pelo recogido, estaba lista para asistir a la academia. Se sentó a desayunar mientras su abuela acomodaba un poco el interior de la choza. Aquella choza era una de las diecinueve que conformaban una aldea a las afueras de la ciudad imperial de Mercatrya. Estaba construida con paredes de arcilla y entramados de madera. Se asentaba en una forma circular, y el techo, hecho con palmas, adoptaba una forma de cono. El mobiliario era un tanto escaso; consistía de una mesa y tres sillas hechas con bambú, un arca para almacenar la comida, baúles donde guardaban la ropa y sus hamacas, una estantería llena de libros y otra con muchas pócimas. Además, el refugio contaba con un patio trasero bastante amplio donde se unía un corral, una fosa, un fogón y una letrina. También se podía apreciar, a lo lejos, el Tepuy más abrupto de todos, una alta montaña con barrancos verticales y una cumbre plana cubierta por tupidas capas de nubes que, al momento de disipar, revelaba la precipitación de agua más elevada del mundo; famosamente conocida como Salto de la creación.

Antes de partir, la abuela se aseguró que su nieta estuviera lo más representable posible. Al intentar acoplarle un poco el cabello con la mano, la cola se rompió. Aquella melena alborotada volvió a caerse sobre los hombros de la niña. La abuela suspiró, pero no quedaba tiempo para volverla a peinar. Ambas salieron de la choza y avanzaron a través del patio hasta toparse con una mula sujeta a un amarradero. Entre el ruido de las gallinas y las guacamayas, la abuela colocó un arnés sobre el animal, apretó las riendas lo más suave que pudo y luego subieron a su lomo.

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