Bufanda

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Empujar la puerta y escuchar el clásico sonido de la campanita de metal repiquetear por encima de su cabeza la hizo extrañamente feliz, aunque Marinette no supo por qué. Quizás estaba tan cansada que se había vuelto irremediablemente loca.

Entró al local con curiosidad. Rápidamente se vio envuelta por los colores cobres de la madera barnizada, gastada y vuelta a barnizar; por los grises de la pared de piedra en la que gobernaba una enorme chimenea como si fuera la reina del lugar; las paredes de pizarra llenas de dibujos navideños y la carta del café. Todo el espacio olía a chocolate, café y pan de semillas tostado. Su estómago protestó, recordándole que no podía quedarse embobada en la puerta, había ido hasta ahí por una razón.

Marinette se acercó a un sillón orejero cubierto por un precioso tejido melange azul y se sentó, mirando con interés a su alrededor. Había más gente de la que esperaba, teniendo en cuenta la hora que era. Aunque quizás era algo habitual, había un músico subido a la tarima del fondo, junto al árbol de navidad. A Marinette se le perdió la mirada en su cabello teñido de azul celeste, sus vaqueros desgastados y en la bufanda de lana gris que había anudado al estuche de la guitarra que tenía a sus pies. Tenía una forma preciosa de mover los labios, de susurrar las palabras ante el micrófono y de mirar al público a través de sus pestañas. Cruzaron miradas en medio del estribillo y Marinette se sobresaltó. Miró hacia otro lado avergonzada, aunque no sabía por qué lo estaba. Solo estaba mirando el espectáculo, como el resto de los clientes. Aún así, fue incapaz de mirarle de nuevo sin acabar ruborizada como una manzana, así que dirigió los ojos a la pared donde tenían escrita toda la carta.

—Hola —la saludó una camarera que se le había acercado con sigilo mientras ella lidiaba con un episodio de vergüenza adolescente—. ¿Sabe qué va a tomar?

Era alta, realmente alta. Probablemente ni parándose de pie a su lado, usando sus tacones, alcanzaría a estar a la misma altura que ella. Podría ser una modelo de pasarela o de anuncios de champú, viendo su magnifica melena oscura y violeta. La camarera llevaba un delantal oscuro con su nombre bordado en el pecho: Juleka.

—Hola, sí —respondió Marinette, carraspeando—. Quisiera un chocolate deshecho y un gofrich de fresa y plátano. Gracias.

—¿Algo más? —preguntó Juleka, anotando rápidamente en su pequeña tablet.

—No, gracias, eso sería todo.

Juleka le dedicó una pequeña sonrisa y se marchó, guardando la tablet en el bolsillo. Fue hacia el mostrador, tras el cual se escondía la cocina.

Marinette suspiró, hambrienta y soñolienta como estaba. Sacó la libreta de su bolso con la esperanza de que el ánimo del café y la espera la impulsaran a idear algo nuevo en aquellas páginas espantosamente vacías. Pero, aún cuando le trajeron de comer y la música paró, fue incapaz de trazar siquiera una raya sobre el papel. Aquello era deprimente.

Ni siquiera la comida dulce y la sensación del estómago lleno consiguieron aliviarle la pena de no ser capaz de dibujar nada. Seguía bloqueada y con deseos de lanzar el cuaderno por una ventana. Se llevó la taza de chocolate, ya tibio, a los labios. Necesitaba distraerse o realmente terminaría desquitándose arrancando páginas a diestro y siniestro.

—Hola.

Marinette estaba tan concentrada en su propia frustración que se asustó al escuchar esa voz tan cerca de ella. Le falló la mano y se le resbaló la taza.

—Oh, mierda.

—¡Ay, va! —exclamó él, arrodillándose frente a ella—. Lo siento mucho, no pretendía asustarte.

—No, no te preocupes —respondió Marinette, quitándose con cuidado la bufanda manchada de chocolate, evitando pringarse el resto de la ropa en el proceso—, solo me has sorprendido.

No me llames RudolphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora