Renos

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Había tenido suerte. La bufanda se había mantenido casi seca durante su encuentro accidental con la nieve, los flecos de los extremos habían sido los únicos que se habían mojado. Marinette la había dejado a una distancia prudente del radiador mientras ella se cambiaba de ropa y se preparaba para irse a la cama.

Vistiendo su pijama de tela de peluche blanca y sus pantalones de chándal rosa, Marinette se escondió bajo la colcha y se hizo una bola. Las sábanas olían a suavizante de talco y las mantas eran gruesas y suaves. Las sensación que acompañaba al peso y la cálida calma le dieron un silencioso consuelo. Fue como esconderse en una cálida cueva a hibernar. Marinette inspiró hondo e intentó desconectar su cerebro. Tenía que dormir. Necesitaba dormir. Después de ese día tan frenético, descontrolado y agotador, era casi un chiste que no cayera dormida al instante. Pero cómo suele pasar en las noches más amargas, Marinette no pudo parar de recrear la discusión que la había llevado a correr a un lugar tan alejado de su casa a pocos días de Navidad.

Solo consiguió conciliar el sueño después de llorar unas lágrimas amargas que brotaron desde el interior de su angustiado y arrugado corazón.



Marinette se despertó con el sonido del gentío alegre recorriendo las calles. La luz del sol parecía más brillante, colándose altanera y vistosa por la ventana. Se preguntó si se debería a la nieve brillante, que creaba un efecto espejo que hacía que todo el pueblo resplandeciera.

Después de hacer cola por el baño compartido y darse una ducha rápida y caliente, Marinette se vistió con rapidez. No quería ir por los pasillos en albornoz, así que se había traído la ropa al cuarto de baño. Se puso una camisa blanca, un peto de pana negro y unas medias de lana oscuras. Se recogió el cabello en una coleta ladeada y se fue a su dormitorio a buscar su abrigo y su bolso.

En cuanto bajó a la recepción, cruzó miradas con Rose, que la saludó con una sonrisa alegre.

—Buenos días —la saludó Marinette, acercándose.

—Buenos días, espero que haya pasado una buena noche.

—Sí, estupenda —contestó Marinette de forma automática—. La habitación es genial.

—Me alegro.

A Marinette se le fue la vista al gracioso y chillón jersey de Rose. Era de un rosa vibrante y colorido, con una enorme corona de pino en el centro y dos renos deseando feliz navidad. Se le escapó una risita, sin poder evitarlo.

—¿Le gusta mi jersey? —preguntó Rose, divertida.

—Pues la verdad es que sí —respondió Marinette—. Es muy alegre.

—Lo sé —respondió Rose con orgullo—. Es imposible que un huésped empiece mal el día si se encuentra con este jersey nada más levantarse, ¿no le parece?

—Pues sí, creo que tienes razón. Creo que ya tengo otras energías —le sonrió Marinette. Era muy difícil no dejarse llevar por el ánimo alegre y optimista de Rose—. Y gracias por recomendarme el café ayer, fue perfecto.

—¿Al final salió anoche?

—Me dio hambre —admitió Marinette.

—Eso es normal, la vi llegar ayer con esa cara tan larga que temí que se hubiera pasado todo el día sin comer.

—No exactamente, pero sí necesitaba comer algo.

—¿Y qué tal el ambiente? Ayer tocaba Luka, ¿no es así?

—¿El cantante? Sí, sí, creo que había tanta gente en el café por su culpa —aseguró Marinette con una risita.

—Ese hombre siempre ha sido un rompecorazones, pero lo peor es que nunca ha sido su intención —suspiró Rose, poniendo los ojos en blanco—. Va dejando corazones flotando detrás sin darse cuenta, como un flautista de Hamelín torpe.

No me llames RudolphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora