Muñeco de nieve

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Escuchó la conversación, ya empezada, nada más pasar bajo el umbral de la puerta. Rose había hincado los codos sobre la mesa de la recepción mientras se masajeaba las sienes con los dedos índices. Tenía una expresión preocupada y algo molesta, y la mujer con la que hablaba no estaba de mejor humor. Se había apoyado en el otro lado de la superficie de piedra descargando su peso en todo el antebrazo, y el movimiento hizo que las rastas de colores de su pelo se deslizaran por su hombro. Miraba a Rose con preocupación y, con lo estresada que lucía la recepcionista, no era para menos.

—Tiene que haber algo que se pueda hacer, Mylène —murmuró Rose—, tiene que haber alguna forma de atraer a más gente.

—Lo hemos intentado todo, pero en los últimos diez años nunca habíamos contado con tan pocos participantes —explicó Mylène—. Pero ya sabes por qué es. Muchos de nuestra generación se han mudado o tienen circunstancias que nos les permiten participar, así, igual que tú.

—No es como si estar embarazada fuera un plan malvado, ¿sabes? —se quejó Rose, dejando caer las manos sobre la mesa.

Mylène soltó una carcajada y le palmeó la mano a Rose con confianza.

—Ya sabes a lo que me refiero —dijo Mylène—. Y con los turistas no podemos contar, la mayoría acude como espectadores, nos compra las rifas o puja en las subastas, pero no participa activamente en los eventos porque es demasiado engorroso.

—Pero si hacemos todo esto por los niños —lamentó Rose—. ¿O es que ya nadie piensa en los niños?

—Hola... —saludó Marinette tímidamente, llamando la atención de las dos—. Disculpad, ¿todo bien?

—Sí, sí, todo bien señorita Dupain-Cheng —suspiró Rose—. Es un problema del pueblo, no de la pensión. No se preocupe.

—Me preocupo porque la veo inquieta—aclaró Marinette, acercándose—. Estar tan disgustada no puede ser bueno. Como mínimo, le dará ardor de estómago.

—Eso mismo le digo yo —aseguró Mylène—. Desde siempre le han dado jaquecas cuando le entra la ansiedad, pero ahora es mucho peor.

—¿Pero cómo no me va a afectar que los eventos de este año sean un fiasco? —se quejó Rose.

—Y por eso no quería decirte nada —aclaró Mylène—, pero Juleka insistió en qué debías saberlo.

—¡Y tenía razón! —exclamó Rose, dándole un golpe a la mesa—. Tengo que hacer algo.

—Pero, en serio, ¿qué está pasando? —preguntó Marinette.

Rose dejó escapar un suspiro dramático que hizo que Mylène pusiera los ojos en blanco.

—¿Ves las bolas que decoran ese árbol de ahí? —preguntó Rose, señalando el árbol de la esquina—. Todas están hechas a mano por los niños del pueblo.

—Cada diciembre, en el pueblo se organizan concursos de repostería, pujas de decoraciones artesanales, talleres de mazapán, competencias de trineo... —enumeró Mylène, contando con los dedos—. Son todo actividades para recaudar fondos y que los niños en situaciones precarias también tengan regalos de Navidad. Esas bolas fueron hechas por algunos de los más pequeños, Rose siempre puja por ellas.

—Sí no contamos con los suficientes voluntarios dándole vida a las competiciones, creando cosas para las subastas o inscribiéndose en los concursos... No conseguiremos lo suficiente para prepararles unas buenas navidades —explicó Rose, mirando a Marinette con los ojos brillantes por la emoción—, y este año yo no puedo participar en la mayoría de los eventos.

—Rose se inscribía en todo —le explicó Mylène—. No importaba si se le daba bien o mal, Rose estaba presente en todos los actos de Navidad, en primera línea. Es así desde siempre.

No me llames RudolphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora