Polo Norte

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Los paisajes navideños llenos del resplandor blanco de la nieve y las luces de colorines eran un paraíso para los ojos, pero desde luego el resto de su cuerpo no estaba tan contento. Estaba perdiendo rápido el calor que había conseguido en el café, le dolían los tobillos y la punta de la nariz.

—Pero por qué hace tanto frío... —se quejó Marinette, arrebujándose la bufanda gris de manera que le cubriera mejor el cuello, llenando así sus pulmones con el olor a bergamota y pera de la tela—. Menos mal que le dije que sí, que si no me congelo.

Seguía sintiéndose un poco rara por aceptar tal gesto de un extraño, pero peor sería convertirse en un muñeco de nieve. Se ajustó de nuevo el abrigo y siguió caminando por las calles del pueblo. No era la única que estaba paseando tranquilamente pese al frío. Había muchas personas dejándose llevar por el brillo de las luces en las farolas, la imagen seductora de los escaparates, los árboles decorados de gala y los puntos de photocall en forma de bola gigante de navidad.

Marinette se dejó seducir por las luces, igual que todos. Estaba cansada y le dolía hasta el alma, sabía que debería irse al hostal, pero era difícil escuchar los cantos navideños y no dejarse seducir ahora que ya tenía la tripa llena. Caminó, observando los expositores de las tiendas con interés. Intentaba no detenerse demasiado tiempo en ninguno ya que había una tendencia fácil a la aglomeración, pero se quedó parada en seco cuando llegó a la boutique Brigitte. No conocía la marca, ni siquiera creía que fuera una tienda famosa. Por lo que pudo ver, vendían ropa de diversos diseñadores, nada propio, pero era imposible no quedarse congelada al ver aquel precioso vestido blanco en el centro del expositor. Era delicado, era limpio, era precioso. Desde su corte recto hasta los controlados detalles de encaje. Era como observar la belleza frágil y etérea de un copo de nieve.

—¿Es bonito, verdad? —dijo alguien tras ella.

—¿Qué? —preguntó Marinette, sobrecogida.

Se giró, dando un paso atrás o, más correctamente, dando un salto atrás. Ahí se encontró con un desconocido sonriéndole como si nada. ¿Pero qué les pasa en este pueblo?, pensó Marinette, ¿aquí nadie sabe saludar de frente, sin parecer sacado de historia de crímenes horribles de serie b?

—Disculpa, no pretendía asustarte.

—Ya... —murmuró Marinette, mirándole con desconfianza. Aquella frase seguro que salía en todas las películas de asesinos en serie.

Era un hombre alto, de nariz respingona y mirada curiosa. Marinette podía jurar que nunca había visto a nadie con unos ojos tan verdes, tenían un brillo casi infantil, como dulce. O quizás fuer un efecto provocado por su sonrisa suave. Él se apartó el cabello rubio de la frente y dirigió su mirada al expositor.

—Lo siento, en serio, solo te quedaste mirando el mismo vestido que yo y pensé que era raro quedarnos los dos plantados sin decirnos nada.

—¿Debería ser raro? —preguntó Marinette con una risa nerviosa—. No sé, cuando yo voy a un museo y miro una pieza pues no me pongo a hablar con los desconocidos que hacen lo mismo.

—¿En serio? —preguntó él—. Ni siquiera después de haber estado los dos plantados delante durante cinco minutos.

—No llevo cinco minutos plantada delante...

Él la miró con diversión, enarcando una ceja.

—¿Llevamos cinco minutos aquí plantados?

Él asintió.

—Pues ni me había dado cuenta que estabas ahí —escupió Marinette sin querer—. Uy.

Él se rio, y Marinette se quedó abstraída en ese sonido. Tenía una risa muy bonita, un poco torpe, pero había algo en ella que capturó su atención.

No me llames RudolphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora