El viejo Leo había oído sobre los entierros, cuentos exagerados a propósito con el fin de atraer damiselas a la polvorienta barra de la taberna. Siempre era el trío, el tuerto de Alejandro, el cojo de Hugo y José, quien era el único normal a nivel físico. Sin embargo a toda rosa se le encuentra una espina, y José tenía la fama de ser el perro de su esposa, Lucía. Todos sabían que José despreciaba su vida en silencio, no se atrevía a decir una sola palabra sobre su vida sentimental por miedo a que algún culiabierto fuera con el chisme a la puerta de la casa de su patrona. Dormir en el sofá sería poco decir. Hugo, quien casi pierde una pierna apostando con delincuentes por una mísera suma de dinero para comprar cocaína y terminar tirado en algún callejón lleno de ratas, disfrutaba ver a su amigo sufrir por Lucía, y por esa razón, si no estaba diciendo pendejadas acerca de los entierros, estaba hablando sobre la vida de José, intentando sacar algún dato curioso para reírse solo. Alejandro no le seguía la corriente y empatizaba con José. Le había aconsejado pedir el divorcio, pero José rechazó la idea casi al instante. Le tenía un gran miedo a su mujer, ciertamente. Pero no todo era color de rosas y Alejandro no era ningún santo. No lo hacía porque José le importara. Pura mierda. Quería tirarse a Lucía. Desde los últimos dos años de preparatoria que la acosaba y no soportaba la idea de que hubiese escogido a José por encima de él. ¿Sería porque él sí tenía los ojos bien y no se le iban para los costados? Sería por eso, muy probablemente.
Leo escuchaba atentamente cómo aquellos tres miserables no dejaban de alardear que algo vieron cierta vez, en una noche de invierno gracias a la luz de una farola. Un tipo encapuchado cubierto de sangre quien arrastraba una bolsa de basura, suponiendo que allí llevaba a su víctima. Mentiras. Nunca se dejaría ver así. Ha sido muy cuidadoso con su labor, es imposible que tres mamones lo hubiesen visto y asegurasen que estaban completamente sobrios. Imposible, ciertamente imposible. Pero poco le importó. Que digan lo que quieran, nadie les creería. Ya las mujeres sabían de sus intenciones y ninguna, salvo turistas, estúpidas que se creían lo que esos borrachos decían o nuevas vecinas, se acercaban. Lo único que le molestaba al viejo Leo era el hecho de que aquellos tres gastaran el poco dinero que tenían en bebida y drogas, para lentamente arrebatarse la vida. Leo comprendía a la perfección que cada uno hacía lo que deseaba con su dinero, pero ver a seres tan repulsivos, seres que no aportaban nada a la sociedad disfrutando de los beneficios del trabajo que un joven honrado y honesto debería tener en lugar de esos tres patéticos intentos de hombres, hacía que la sangre le hirviera.
Lo decidió. Sabía dónde vivían, dónde trabajaban, sus rutinas. Sería pan comido. Y esa noche, José, Alejandro y Hugo llegaron a sus casas.
A los dos días, Lucía Morales denunció la desaparición de su marido. La policía sospechó de ella, como sería obvio. ¿Por qué esperar dos días para denunciar una desaparición? Sencillo, ella pensaba que José se había ido a cazar pajaritos con los borrachos de sus amigos. Ya lo había hecho anteriormente, no le extrañaría que lo hiciera de nuevo.
Al día siguiente, el mismo policía se presentó en casa de los Morales pidiendo algo extraño, lo cual hizo que Lucía perdiera severamente el autocontrol. Sabía por qué el oficial pedía revisar su jardín trasero. Al descubrir el modus operandi del criminal, habían implementado un nuevo procedimiento para descartar posibles asesinatos a personas desaparecidas, simplemente para no buscar a alguien que ya se encuentra bajo tierra. En cuanto los policías comenzaron a cavar en diferentes lugares del jardín de los Morales, no tardaron en ver un brazo. A un metro del brazo, un pie, y a un metro y medio más, una cabeza. Era José Morales.
Dos denuncias se hicieron en paralelo, por la desaparición de Hugo Ortiz y Alejandro Villanueva. Los oficiales pidieron directamente revisar los jardines de las casas, y en efecto, sus sospechas se confirmaron. Ojos, dedos, manos, pies. Enterrados en sus propios jardínes.
El viejo Leo se quitó el sudor de la frente y, en un descampado algo lejos del pueblo, se dedicó a hacer cenizas en un hoyo la ropa que había usado para enterrar a esos tres capullos. Tres menos, tres inútiles menos. Si seguía así, limpiaría al mundo de esta gentuza. No quería que las familias pasaran por la tortura de no saber dónde estaban sus miserables seres queridos, así que decidió enterrar partes de ellos para que siempre estuvieran en casa y bajo tierra, donde pertenecen.
El ex coronel del Ejército se subió a su Nissan March y emprendió un dulce y tranquilo viaje de vuelta a su jardín personal, llamado Tabasco.
Aquella noche era una verdadera maravilla, ciertamente lo era.
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Cuentos - by Vanina Soria
Random1. "Invasión" Un pequeño pueblo en China sufre la invasión de una nueva y grotesca plaga, la cual hace que diminutas criaturas crezcan dentro de ellos. - Dibujo by Vanina Soria -