Nota del Autor: Si quiere entrar en atmósfera, se aconseja escuchar un audio de lluvia.
El melodioso sonido de la lluvia colisionando contra el pavimento relajaba la ajetreada mente de Leo, quien yacía inmóvil esperando en una parada de autobús de un pequeño pueblo sobre las costas del Atlántico Sur. El temporal, predicho por un grupo de ancianas cuyas rodillas agonizaban a cada movimiento, arrasaba sin piedad esparciendo agua y viento por las maltratadas calles del pueblo. La mayoría de los habitantes se encontraban ya en sus casas, resguardados de la furia de Dios junto a una estufa EOSS barata y comidas de olla humeantes. Desafortunadamente, fuera habían otros que padecían de cortes en la piel gracias al gélido susurro de la naturaleza, cuyo sonido, agudo y lastimero, entraba por los oídos de las almas deseosas de un cálido y pesado manto que cubriera su vehículo.
Mudarse a un pueblo costero no había resultado ser una muy buena idea después de todo: empapado; tiritando; maldiciendo que nadie apareciera para poder irse a casa. Miró su reloj: eran las dos de la madrugada. Su turno en la cafetería "Bella Tarde" había terminado hacía ya una hora, cuando la lluvia apenas comenzaba con su rabieta. El trabajo en sí no era malo, el problema eran las personas. Maleducadas, agresivas, inconscientes atestaban el lugar, impidiendo que las buenas personas disfrutaran de un buen café. Leo se calmaba pensando que, en comparación con su anterior ciudad, no había tanta gente cuyas acciones hicieran hervir la sangre a uno. La cantidad de manipuladores, violentos, hipócritas, materialistas y apáticos era exorbitante, y Leo no podía controlarse, no podía controlar aquella maldición que navegaba en el mar de su sangre: un sentido de justicia bastante retorcido si uno tomara una posición moralista, pero satisfactoria al fin y al cabo. Pensó que, mudándose a un pueblo pequeño, ese cosquilleo ardiente que le carcomía las sienes desaparecería. Todo bajo una completa y vil ignorancia.
Su fe en la humanidad había acabado, y la chica que acababa de sentarse en el banco de la parada de autobuses era la razón. Una chica de unos veinte años, calculaba Leo, de piel pálida y ojos oscuros miraba inquieta en derredor. Las puntas de un largo, claro y resquebrajado cabello chorreaban agua como si fueran grifos abiertos. Los lentes estaban empañados, deducía Leo, por el maratón hasta la parada desde la cafetería "Bella Tarde". Ella extrajo su teléfono celular del bolsillo y se fijó en la hora, impaciente. Leo la observó detenidamente con recelo por unos segundos, hasta que decidió era suficiente y fijó la vista en el norte.
Cerca de ella había bolso rojo medio abierto, el cual estaba completamente descuidado, como si dentro no hubiera más nada que moho y polvo. Sabía que ella lo miraba con deseo, pero una parte de él, una parte idiota, deseaba con todas sus fuerzas que se equivocara en aquello. Pero no podía evitarlo, era un hecho. Sabía, también, que ella, tarde o temprano, miraría. Y Dios la ayude luego. Porque Leo no podría.
—Disculpe —llamó la chica.
Leo clavó sus ojos calmos en la joven.
— ¿Es suyo este bolso? —Preguntó con falso desinterés.
A lo que él contestó moviendo la cabeza lentamente de un lado a otro, para luego volver la mirada hacia la calle angosta que abría un hermoso panorama del Océano Atlántico Sur.
La chica pareció satisfecha con la respuesta.
«Otra más que se va al bolso» pensó.
La mujer, en la descarada misión de observar su interior, esperó a que Leo fijara la vista en otro punto, fingiendo esperar un autobús que no llegaría hasta las cuatro de la madrugada. Eso la chica lo sabía, por eso, su mera presencia allí hacía sospechar a Leo, pero la jodida esperanza de que ella fuera diferente...
La muchacha juntó los dedos en torno al cierre metálico del bolso y, mirando una vez más hacia Leo, quien le daba la espalda, deslizó el cierre hasta abrir el recipiente de par en par. La chica se acercó y arrugó la frente, forzando la vista ya que la débil luz del farol no permitía definir bien su contenido. Pues había varias cosas: pulseras; libros; una camisa; y más al fondo un anillo que parecía valer una fortuna. Los ojos de la muchacha se iluminaron al ver semejante joya en un bolso dejado a suerte y verdad en la parada de un autobús por la noche, parecía que Dios la había bendecido al fin. Sonriente, acercó la cara al bolso y estrechó la mano, deteniéndola por un segundo en el aire a verificar que aquél hombre no la miraba: en efecto, seguía de espaldas. Sin poder contener la ansiedad, precipitó sus dedos índice y pulgar contra la joya, atrapándola con deseo y hambre de alzarla a la luz para admirar su valiosa forma con detenimiento. La extrajo de aquella bolsa y alzó la mirada.
Aquél hombre ya no estaba de espaldas, tampoco a unos metros de ella, ahora se encontraba de frente y a centímetros de su cara, con una expresión monstruosamente inhumana. Sus ojos eran completamente negros y, rodeado de oscuridad, dos perlas blancas se asomaban, acechando las dilatadas pupilas de la joven. Su rostro se había desfigurado grotescamente para dar vida a una sonrisa cuyo inicio se localizaba en el centro de sus mejillas. Los labios, rotos, sangraban por la tensa expresión, formando hilos de sangre que caían sobre el bolso rojo, camuflándose en la tela. Su aliento apestaba a podrido, con un dejo dulce repugnante y algo de picante provocando en los ojos de la joven un desborde de agua salada. La pálida mujer se aferró al anillo y, preparándose mentalmente para lo que sea que aquella cosa pretendiera hacerle, hizo que su brazo retrocediera lentamente. No quería alertarla, no quería que la tocara, no quería morir.
—Haber pensado eso antes, Eva —espetó gravemente la cosa¸ todo eso sin mover un solo músculo de la cara, haciendo que cada pelo del cuerpo a la joven se erizara hasta un punto doloroso.
—Robar está mal.
Eva sintió cómo algo tomaba con fuerza de su muñeca y jalaba inocentemente hacia abajo, haciendo que los ojos de la joven cayeran como pelotas de ping pong al bolso. Allí ya no había objetos, en su lugar había un pozo negro con tenues luces rojas iluminando rostros cadavéricos, hambrientos. Sus manos, produciendo un ruido repugnante, como si sus huesos estuvieran totalmente fracturados, se alzaban hacia ella, buscándola. La chica emitió un doloroso alarido, el cual fue inmediatamente callado por una mano sujetando su rostro con una fuerza inhumana, dislocando su mandíbula, desgarrando su carne con las uñas. Otras sujetaban las piernas, los brazos y el torso de la joven, triturando los huesos, arrastrándola hacia el bolso de a poco. Las manos succionaban su cuerpo al interior del abismo infernal, y sólo logró soltar una lágrima, la cual desapareció con el último recuerdo que tendría del mundo tal y como lo conocía hace cinco minutos: un día tormentoso; una parada de autobús y un hombre de espaldas.
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Cuentos - by Vanina Soria
Aléatoire1. "Invasión" Un pequeño pueblo en China sufre la invasión de una nueva y grotesca plaga, la cual hace que diminutas criaturas crezcan dentro de ellos. - Dibujo by Vanina Soria -