Fred siempre fue un joven especial, pero en el mal sentido. No sabía si se debía a que la casa donde se habían mudado tenía una historia para nada linda, no sabía si se debía a que sus abuelos siempre fueron algo reservados con su religión por algún motivo desconocido. En la mente de un niño, esas personas escondían algo que no querían que nadie, ni el mismo Fred supiera. ¿Por qué? Él no lo sabía, pero sospechaba que algo tenía que ver con su situación actual. Suponía muchas cosas, profundizaba en pocas. No tenía tiempo para eso, debía estar pendiente de otras cosas, como mantener los ojos abiertos lo más que pudiera.
Comenzó cierto día en el jardín trasero de la casa de sus abuelos. Era un día precioso, el sol acariciaba las mejillas de Fred y la dulce brisa le regalaba tibios pero frescos abrazos. Las hojas de los árboles danzaban para él y algunas ranas cantaban melodías solo conocidas en su mundo, pero a Fred no le desagradaba. La radio de su abuelo, encendida en el viejo y crujiente porche hacía un ruido insoportable que cortaba la hermosa escena que la madre naturaleza ofrecía. Cómo odiaba esa cosa. Pero no podía pedir a su abuelo que la apagara. No si no quería terminar sin cenar y con una nalga roja. Oh, sí. Sus abuelos eran severos con él, pero aun así los quería y ellos a él.
La mecedora estaba vacía, su abuelo había ido a llenar su ancho vaso con whisky barato y tomar una nueva cajetilla de cigarrillos. Fred yacía tendido en el césped, intentando ignorar el ruido de la radio, concentrándose en la danza de las hojas de aquél gran roble. Y de repente, llegó el eclipse. Una sombra tapó el sol, una sombra humanoide que estiraba su mano de una forma peculiar. Parecía estar moviéndose de forma intermitente, como si alguien pausara y des pausara una película repetidas veces porque sí. Fred se volvió hacia la sombra, y ésta dejo de serlo. Era un hombre, un hombre de unos cuarenta años. Llevaba un saco negro y pantalones vaqueros marrones, sujetos por un cinturón de cuero ancho con hebilla de toro plateado. Sus zapatos estaban sucios, como si hubiera atravesado una llanura lodosa para llegar hasta allí, en una colina, en primavera. Ciertamente eso no hubiera incomodado a Fred, claro que no. Pero todo se descolocó cuando al alzar la vista hacia el rostro del hombre, descubrió una cara pálida, muerta, sin expresión alguna. Un cabello marrón cubierto de grasa que desprendía un olor nauseabundo, como si alguien hubiese apilado excremento y prendido fuego esa montaña de inmundicia. Pero no era lo peor de ese hombre, oh no. Lo que Fred siempre odió de él fueron sus ojos, esos ojos profundos. Toda luz se reflejaba en aquellas perlas totalmente negras que no hacían más que mirarlo. No había iris, no había nada. Sus ojos eran negros.
Al principio no lo notó, pero con el paso de los días se hizo evidente. El hombre quería a Fred, ¿por qué? No lo sabía. Le había gritado, le había preguntado qué era lo que quería de él, qué es lo que había hecho para merecer semejante tormento. Pero nunca obtenía respuesta alguna. El hombre, o lo que fuese eso, se limitaba a observarlo desde donde Fred le permitiera estar. Cerca o lejos. A metros o centímetros. No importaba, siempre estaba ahí, y avanzaba. Avanzaba cuando Fred no miraba, cuando Fred no estaba alerta, cuando él cerraba sus ojos. El hombre caminaba lento, eso era una ventaja. Cuando Fred regresó a su casa, que quedaba a cinco horas en auto hasta la casa de sus abuelos, apenas pudo dormir. Porque sabía que mientras él soñaba, esa cosa caminaba a paso lento pero seguro hacia él. Dormir era un problema, claro que sí, pero lo peor era el día. El bendito día. Cuando Fred tenía, debía, era un maldito reflejo que nunca había repudiado, ni siquiera notado, hasta que eso llegó: pestañear. Cuando él no veía por una fracción de milisegundos, el hombre avanzaba, poco, pero lo hacía.
Fred no era tonto. Si le contaba a alguien sobre lo que pasaba, lo tomarían de imbécil, de loco, y lo mandarían a una institución mental. Fred no quería eso, además no tendría escapatoria si el hombre seguía avanzando. La ansiedad, el miedo, la intriga le comía el cerebro. Como un cáncer que mata lentamente.
El tormento era interminable, parecía interminable. Hasta que un buen día, Fred, cansado ya de esa situación, decidió tomar cartas en el asunto. Su madre se había ido a trabajar al igual que su padre, y no volverían hasta pasada la hora de la cena, así que Fred armó un plan. Dormiría una hora, tiempo suficiente para que aquello se acercara lo más que pudiera. Y así lo hizo. Al Fred despertar, lo vio en el portal del living, con esos ojos negros clavados en él. El chico lo observó, sin importarle parpadear. Caminó sin apuro hasta el mueble de las chucherías de su madre y extrajo de un cajón, unas tijeras grandes, enormes. Las observó con detenimiento. Estaba nervioso, ciertamente lo estaba. Pero era la única forma. Al hombre no le importó aquella rara conducta en su víctima, seguía atento, tranquilo, como esperando a que Fred se distrajera para entonces, por fin, atraparlo y hacer solo Dios sabe qué con él.
Entonces Fred hizo algo que ni él mismo hubiera imaginado. Tomó, entre sus dedos pulgar e índice, su párpado superior derecho, lo estiró con cuidado, acercó la tijera y dejó que el metal hiciera lo suyo. La sangré comenzó a correr a mares, el dolor era insoportable, pero Fred no pensaba detenerse. ¡Ni se le ocurriera detenerse! Había cerrado los ojos, había desviado la mirada y ahora el hombre estaba dos pasos más cerca. Tomó su párpado superior izquierdo, y con una mano temblorosa SHAC, cayó el segundo párpado. Ya no dejaría que el hombre avanzara, no dejaría que le siguiera atormentando, ya no más. Jamás volvería a pestañear.
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Cuentos - by Vanina Soria
De Todo1. "Invasión" Un pequeño pueblo en China sufre la invasión de una nueva y grotesca plaga, la cual hace que diminutas criaturas crezcan dentro de ellos. - Dibujo by Vanina Soria -