Galileo

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-¡Ellos tienen a la princesa!- escuchaba gritos por todos lados, la gente del pueblo no intentaba atacar el castillo pero por alguna razón querían entrar, esos idiotas, los habían descubierto y ahora los querían colgar. De algún modo eso me causo cierta gracia, claramente tenia también algo de curiosidad por saber que habían hecho con Rebecca pero ahora lo que si sabía es que el trabajo estaba hecho, justo a tiempo pues faltaba poco para que anocheciera.

Yo ya me encontraba en mis mejores ropas, llevaba un traje negro de pies a cabeza, con incrustaciones doradas y una capa tan dorada como las joyas que llevaba, sin armadura pues al saber lo que me esperaba quería sentirlo tan vivamente sin nada de por medio, tome un trozo desgastado de tela, un pedazo que había permanecido conmigo durante dieciocho años que en él tenia escrito "Déjala ir" en idioma anglo-normado.

Baje por una parte no muy visible del castillo, tome mi caballo y me dirigí a la casa, que supongo era lo que se veía en llamas desde el castillo, mientras recordaba claramente la segunda vez que vi al viejo amigo de mi Isidore. Me encontraba deshecho en el octavo aniversario de muerte de mi amada, sin embargo antes de eso, reprimiendo todos mis sentimientos, puse a dormir a mi niña, a mi pequeña Rebecca. Lloraba silenciosamente mientras en mis brazos sostenía uno de los vestidos más hermosos de mi Isidore cuando de la nada él apareció frente a mí.

-Creo saber lo que quiero a cambio- me sorprendí tanto que retrocedí y cuando me di cuenta de quién era, mi voz no salía de mis labios, esta era mi oportunidad y no podía hablar, el pánico y la ansiedad comenzaron a acecharme, pero él tomó mi hombro y me hizo sentir su calor, tan ardiente que dolía como si me fueran a despegar el brazo –Tienes que darme a la niña una vez cumplida su mayoría de edad- Y de nuevo me quede sin habla, ¿Valdría la pena? Mi niña a la que he criado por mi cuenta durante ocho años, mi única memoria tuya, el único fruto de nuestro amor y de lo que una vez fuimos. Te amo mi Rebecca, te amo más que a mí mismo, y amo la felicidad que me diste cuando me llamaste papá por primera vez, y amo las veces que me sacaste una sonrisa cuando yo me encontraba ahogado lo más profundo de mi océano. Pero tendrás que perdonarme, a mí y a mi egoísmo, porque no hay nada que yo adore más en este mundo que a tu madre.

Así que con lágrimas brotando una y otra vez y patéticos sollozos saliendo de mis labios asentí aun con el vestido entre mis brazos. Él rio, apretó su mano en mi hombro el cual casi me hacía gritar del dolor y me dijo –Galileo, amigo mío, disfruta tus años como padre porque ahora esa niña es mía, espera con ansias a tu amada, nos veremos más pronto de lo que crees- y entonces volvió a desaparecer junto con el dolor de mi hombro, recuerdo haber llorado durante dos días seguidos, el dolor que sentía en mi corazón era algo incomparable.

"Nuestra Rebecca es una niña tan maravillosa, pero hoy dejara de ser mi hija" pensé, fue cuando cambie radicalmente mi comportamiento con ella. Y ahora ¿hacia donde me dirigía? A verla morir.

Sin embargo cuando llegue a la casa no había más que cenizas y más y más llamas, pero nadie se encontraba ahí, estaba por retirarme pero una pequeña roca golpeo mi cabeza, me gire para ver de dónde provenía y detrás de mí, entre los árboles, visualice a Hugh, Everand y Ambrose de pie y detrás de ellos a Warin, sentado en el piso, quien sostenía a Rebecca inconsciente y lo más alarmante, cubierta de sangre.  

Galileo y los 5 jinetesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora