#1: El Loco

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Como casi todas las decisiones que tomaba, haber dejado mi modesta ciudad atrás en busca de una vida más emocionante había sido una impulsiva

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Como casi todas las decisiones que tomaba, haber dejado mi modesta ciudad atrás en busca de una vida más emocionante había sido una impulsiva. Bueno, tanto como podía serlo una mudanza, que no era mucho, al menos para mis estándares.

Mi padre había insistido en conducir las catorce horas que separaban nuestra casa de mi nuevo hogar, y aunque habría estado encantada de aceptar, no me terminaba de convencer la idea de que hiciera el viaje de vuelta solo, especialmente porque sabía que, sin mí a su lado, insistiría en hacerlo de una sola carrera a punta de bebidas energéticas y malos reflejos al volante. Ya habíamos perdido a mamá; no estaba en mis planes quedar completamente huérfana y, además, él siempre decía que quería vivir al menos para ver a sus nietos graduarse. Quizás eso significaba que iba a vivir para siempre, porque era muy, muy poco probable que llegara a tener uno.

Io fue a buscarme a la estación de buses con sus hermanos menores, que igualmente tenían más fuerza que cualquiera de nosotros dos y nos ayudaron a llevar hasta el taxi y luego las subieron por las empinadas escaleras hasta mi habitación en la pensión donde me quedaría viviendo al menos un año. Aunque estaba cansada, mi amiga, que ese día usaba pronombres femeninos, me convenció para que fuera a su casa. Lo único que quería era dormir, pero fue muy insistente con el asunto, cosa que no era para nada propia de ella, así que la curiosidad me pudo y partimos al hogar familiar, tomando por primera vez el autobús.

Los asientos eran pequeños e incómodos, algunos tenían resortes salidos y todos estaban rasgados, rayados y con chicles pegados encima. Aun así, no podía contener mi felicidad a medida que avanzábamos al lado del mar. No había nada que nos separara de él excepto una débil barrera de metal oxidado, y el autobús -cuyos amortiguadores parecían no haber sido reemplazados jamás-, nos hacía saltar de nuestros asientos de tal forma que el estómago se me subía hasta la garganta. Era evidente que a los demás pasajeros no les hacía gracia, especialmente a quienes viajaban de pie, pero yo no cabía en mí de la felicidad. No sólo nunca había visto tanta cantidad de gaviotas, pelicanos y otras aves sobre un mar así de azul, sino que ese pequeño subidón de adrenalina que sentía cada vez que el conductor giraba de manera brusca me tenía con la risa a punto de salir de la garganta en todo momento.

—Alguien está contenta —comentó Io, divertida al ver que lo estaba pasando tan bien.

—¿Puedes culparme? —pregunté—. Es como estar en una montaña rusa ¡con vista al mar!

—Agradece que tienes el estómago vacío —advirtió—. Subirse a una de estas con el desayuno todavía adentro no tiene nada de gracioso. Además, espera a que te salgan moretones y ya no estarás tan contenta.

—Eres un aguafiestas... —solté, todavía sonriendo.

La madre de Io me abrazó como si nos conociéramos de toda la vida, ciertamente era la primera vez que la veía, pero lo mismo había ocurrido con mi amiga en la estación, y ella también me había dado la bienvenida de la misma manera.

BuenaventuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora