Mamá nunca me castigaba, el hacerlo iba contra su idea de que tenía una hija perfecta. Sin embargo, era muy creativa a la hora de inventar tareas que por fuerza tenían que ser un castigo, pues no sólo se trataba de actividades increíblemente tediosas, sino que justo tenían que tener lugar a las mismas horas en las que me gustaba salir a usar la cancha, usar mi computadora o simplemente estar sola. Eso último era lo que más se veía comprometido; ella detestaba con toda su alma que no quisiera estar con ella siempre, pues destruía la imagen de niña desvalida que tenía de mí. Es por eso que, cuando vio a la chica de la peluquería mirándome entrenar, temí que su castigo-que-no-era-un-castigo tomara esa dirección.
Y por supuesto, así lo hizo.
El hecho de que ella se hubiera topado conmigo de alguna forma constituía una traición a algo que siempre había sido una actividad de mamá y mía. Ella no dejaba que fuera a entrenar sola, o a ninguna parte, en realidad. Tampoco dejaba que jugara con otras personas, pues aseguraba que podían golpearme o provocar un accidente al estar ellos de pie y yo en la silla. No importaba cuánto le explicase que todo el mundo se lesionaba practicando deportes; su única solución era dejarme encestar la pelota por mi cuenta a altas horas de la mañana o cuando sabía que nadie más estaría allí. Cuando se enfadaba conmigo, bajaba la cortina de mi habitación para que no pudiera ni mirar la cancha. Y aunque mis manos funcionaban perfectamente, me habría cortado una antes de llevarle la contraria y mover la tela para ver por la ventana.
No me habló en casi toda la tarde del viernes, pero no se despegó de mi lado. El sábado por la mañana me despertó temprano, pero no mencioné el básquetbol por miedo a que se enfadara más. Luego de arrastrarme fuera de mi habitación, entró a trapear el suelo, una treta que siempre usaba para mantenerme en la sala de estar, donde sus ojos me vieran. En general todo eso no me molestaba tanto, pero aquella mañana tenía la cita con la tarotista y lo último que necesitaba era que mi madre y su medallón de la Virgen me encontraran pagando por algo que sin duda me llevaría a la perdición.
El día que concreté la cita, me debatí un buen rato antes de hacerlo. La culpa católica que mamá y la escuela me habían metido a la fuerza me hacían pensar repetidamente que terminaría en el infierno por lo que estaba haciendo, por mucho que hacía tiempo que estaba convencida de que no había tal cosa como un castigo eterno. Esa mañana de sábado, estuve tentada a tomar el castigo de mamá como una señal para retractarme de pedir consejo a la brujería, pero recordé mi propósito de pedir ayuda y me obligué a seguir adelante. La bruja no tuvo problema en que realizáramos la sesión a través de mensajes de texto cuando le expliqué -sin detalles- la situación, aunque me advirtió que la lectura podría perder algo de exactitud. Pensando que eso sería mejor que nada, comenzamos la cita a la hora acordada, con mis dedos ya acalambrados de sujetar el teléfono con tanta fuerza en un intento ridículo de que mamá no fuera a tomarlo sin mi permiso.
La bruja se conectó puntual y comenzó a hacer preguntas tras un poco de conversación cordial. Foto tras foto del mazo de cartas fue pidiéndome directrices para continuar: divide, elige uno de los mazos pequeños, ahora una carta. Nunca había hecho algo como eso, y me era difícil tomar tantas decisiones únicamente con imágenes, pero hice lo que me pedía y le fui señalando lo primero que se me ocurría. Confiando en el instinto que ella me aseguraba que tenía. Al cabo de un rato me envío la foto de una carta boca arriba. Mostraba la imagen de un hombre sentado en un trono, con una larga barba y un báculo. Lucía como un rey, uno demasiado severo para mi gusto. Algo se removió dentro de mí al verlo: miedo, incomodidad y de alguna manera... reconocimiento. Tragué saliva mientras leía la palabra 'escribiendo...' en la parte de arriba de la conversación. Los dedos me quemaban por preguntarle si se trataba de un buen o mal augurio, pero me obligué a esperar su mensaje para no parecer demasiado ansiosa.
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Buenaventura
Teen FictionLira es una chica llena de energía, felicidad y hasta cierto punto, magia. Aunque mucha gente le llama pseudociencia a las creencias que su padre le ha entregado, ella cree firmemente en la veracidad de las cartas, los cristales y los astros. De hec...