♟05♟

1.9K 149 11
                                    

Rhaenyra estaba de pie frente a un gran estandarte, sin embargo, a diferencia del que ella recordaba, perteneciente a su familia. El escudo de este era un tanto diferente. El dragón de tres cabezas era dorado, no rojo como siempre había sido y aunque el fondo seguía siendo negro, ella no entendía porque el cambio repentino de color, ni de su significado al respecto.

A sus espaldas, un rugido penetrante, potente; resonó en sus oídos, obligándola a darse la vuelta para enfrentarse a un dragón. El color de la criatura era dorado, brillante y precioso. Podría incluso considerarse uno de los dragones más bellos que Rhaenyra tuvo la oportunidad de ver.

Por otra parte. La sensación de tener al dragón frente a ella, observándola. Le hizo dar dos pasos hacia atrás, como si algo le dijera que corriera, más bien, como si una voz al fondo de su cabeza le rogaran que escapara. Su cuerpo le dijo que lo hiciera, diera la vuelta y no mirara hacia atrás, pero su mente parecía no manifestar lo mismo.

En su lugar, Rhaenyra avanzó cuatro pasos más hacia la criatura, comenzando a acercarse lentamente, levantando las manos en una señal inofensiva. El dragón rugió en respuesta y ella se detuvo unos segundos.

–"¡Corre!" –le gritaban, pero ella lo ignoró.
Rhaenyra continuó lentamente hasta parar justamente frente al dragón dorado. Intentó tocarlo, aunque en un inicio la criatura parecía rehacía a aceptar su toque.

–"¡Por favor, corre!"– ahora aquel ruego parecía un llanto.

Sin embargo al final, después de tanta insistencia, el dragón permitió que Rhaenyra posicionara su palma sobre su piel, tan dura, brillante y caliente, contrastante con la mano de ella.

–Ves...–susurró la princesa. –no voy hacerte daño.

El dragón soltó humo por su nariz, pero no hizo alguna señal de intentar quemarla o lastimarla.
Y con una sonrisa sobre los labios, Rhaenyra logró escuchar levemente antes de caer en la oscuridad:

–¡Mamá!

Un fuerte escalofrío le recorrió la espalda cuando abrió los ojos. Desorientada, Rhaenyra soltó un largo suspiro mientras observaba a su alrededor. La luz comenzaba a filtrarse por las ventanas, sin embargo, aún falta mucho para poder considerar la temprana llegada del amanecer.

Entumida, Rhaenyra no sabía cuantas horas habían transcurrido, ni cuando se quedó dormida, los ojos le pesaban pero por alguna razón no se sentía cansada. Aegon ya no estaba a su lado. Era posible que algún momento cuando los dos estaban dormidos hayan venido por él. Algo le decía que fueron sus nodrizas y no su madre.

Al fondo de la habitación, la princesa alcanzó a ver el atuendo que sus damas habían preparado para ella, un vestido tan elegante de color negro con adornos dorados y las intrincadas prendas de encaje que poco utilizó desde que despertó de su largo sueño. Extrañada, Rhaenyra se preguntó por qué tanto esfuerzo en algo que solo verán ellas. Pero entonces, una fuerte corazonada impactó en su pecho.

El negro era el color de su casa, no era extraño que ella lo utilizara, pero estos días donde pasó el día entero confinada en su habitación, Rhaenyra se ahorró la molestia de ponerse vestidos complicados y vistosos, sus damas lo sabían a la perfección; por ello, el que le traigan una prenda de este tipo es porque algo sucedería ese día, un hecho importante que incluso su padre se negaba a que faltara.

Echó un vistazo a su alrededor, pero ninguna de sus damas estaban cerca.

–¿Jane? –llamó la princesa.

Pero quien apareció fue Elinda.

Elinda, de la casa Massey, era la última hija de su familia, por lo tanto, también la más joven y gentil entre sus damas. Con apenas doce años, Elinda siempre intentaba complacer a Rhaenyra. Era tímida y muy poco sociable, pero siempre tenía una sonrisa en sus labios, causando un breve alivio cuando alguien la veía.

The lie between us Donde viven las historias. Descúbrelo ahora