Día 1 ♦ Reencarnación ♦

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Cada mañana despertaba con la misma pesadilla. A pesar de presentarse diferentes cortos o escenas se trataba de la misma, era uno solo como si fuese una película mal contada. Al reaccionar y abrir los ojos, ocasionalmente, notaba que su mano derecha la mantenía hacia arriba con la intención de querer sujetar algo o alguien. Vaya que era una tortura porque no tenía la más mínima idea que significado contraía todo eso.

Desde su infancia poseía esa inquietud nefasta y por mucho que su madre, Alicent, buscara todo tipo de ayuda (curanderos, brujas, gitanas y sacerdotes) fue totalmente inútil. Lo único que destacaban la mayoría en si era que el diablo estaba dentro suyo, era un castigo de Dios o recuerdos de su vida pasada. Todo quedaba a la deriva sin respuesta que les ayudará a controlar a Aemond y mucho menos a Alicent que se la pasaba ansiosa dando vueltas por dónde podía o se arrancaba los cueros cerca de sus uñas y varias veces sangrar sin darse cuenta hasta que le ardiera o sintiese mojado.

Lo más creíble para ambos era sobre las vidas pasadas porque Aemond no tenía nada de malo, era un ser humano como cualquiera e incluso indefenso ante los ojos de Alicent porque es su hijo y lo adora. Igualmente contenían sus dudas por su religión como para creer que existe una segunda oportunidad después de la muerte cuando se les había inculcado que sólo existe la muerte y el reino de los cielos entre muchas otras cosas respecto a su Dios.

Y, bueno, algo le hacía creer al chico que si ignoraba se le pasaría, sin embargo, cuán equivocado estaba. Con el trayecto del tiempo comenzó a recordar uno que otro fragmento tal si fuese una cámara fotográfica (al inicio solo contenía sensaciones y extrañas formas de despertar, más no recordaba). Las imágenes eran tan claras como el agua de manantial.

A su vez, era preocupante y sobre todo para Alicent. Su madre entraba en desesperación de no saber que hacer al ver cómo su segundo hijo se mordía las uñas o parte de su piel en las manos (igual que ella o peor, pero no lo reconoce), todo por la ansiedad de tener tantas cosas en mente. Entre otras maneras de abordar esa frustración lo llevaron a la cuestión en que su malestar se presentaba, ya no era solo mental y algunos detalles, sino que su salud física también se dañaba, entre las principales el dolor de cabeza, dolor de estómago y las ganas de vomitar por esos sentimientos y sensaciones inexplicables que conllevaba a causa de sus sueños, como la culpa y arrepentimiento.

El romper cosas lanzándolas al suelo o donde pudiera por sus síntomas de dolor también fue de las peores etapas, tanto para él como para los demás miembros de la familia.

Alicent nunca se rindió ni perdió la fe de lograr encontrar una manera que afrontara la situación y lo que la mantenía así era rezar con devoción absoluta. De ese modo, según ellos, los dioses respondieron a sus súplicas o su Dios para ayudarlo, no importaba quien, simplemente con que lo hicieran estaba más que alabado.

Un día, tras rezar como su rutina lo marcaba en las mañanas, salió de su hogar junto a su hija Helaena. Esa vez tomó una dirección equivocada y llegaron a un sitio que en su vida no hubiese querido ni visitar sin un acompañante fiable que pudiese protegerla (en ese caso protegerlas). Estando ahí, su única opción que se le ocurrió fue aferrarse a su hija y buscar un lugar seguro para preguntar el como salir de ese barrio.

Para su suerte, se manifestó en alguna de las paredes un cartel ofreciendo horarios de grupos religiosos y como única alternativa ingresó a aquel edificio con Helaena.

Al salir del lugar, poco le importaba la manera en que terminó recibiendo ayuda. Simplemente agradecía a su Dios y a los individuos auxiliares porque parecía haber encontrado una posible solución para su segundo hijo, aunque no con exactitud para que desapareciera tal cosa, sino para controlar todo eso y que nunca se le ocurrió, que estúpida se sentía de rememorar eso al poco tiempo.

Lucemond Week 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora