El suelo del asfalto se fundía debajo de mis zapatillas mientras avanzaba con determinación por la acera hacia el supermercado.
Habían pasado dos semanas en las que Alvin no había salido de casa ni se ha presentado a clase, había intentado hablar con el pero cada vez lo notaba más apagado y distante. No sabía que hacer, sinceramente. La tristeza y la inquietud de la preocupación se atascaban en mi pecho como un ancla.
Ese era uno de los motivos por los que estaba yendo a comprar, había pensado que una buena cantidad de comida chatarra y golosinas ayudarían en parte al estado anímico de mi mejor amigo.
Crucé por la puerta mientras escuchaba el timbre de la campana que avisó de mi llegada. Pronto comencé a buscar por los pasillos, tomé una cesta y empecé a llenarla: patatas, galletas, una pizza pre-congelada, marshmallows y chocolatinas, grandes y pequeñas.
En el último estante un bote de Pringles me miraba con burla desde arriba, lo empujé como puedo hasta que cayó tumbado e inesperadamente rodó fuera de mi alcance, unos reflejos que no eran míos lo atraparon en el aire y me lo tendieron.
Levanté entonces la mirada, las palabras de agradecimiento murieron en mis labios tan pronto como vi de quien se trataba.
El enigmático profesor Martínez.
—Cuidado joven, de qué sirven dos manos si te tienen que echar una.
¿Se estaba burlando de mí? Le arranqué el bote de Pringles y lo tiré a la cesta, él asintió con lentitud.
—¡TÚ! Ya no estamos en horario escolar, lo que significa que no tengo que prestarle atención a tus tonterías. Ahora aparta. Debo cuidar a alguien.
Si me había oído o no, no lo mostró al principio, tampoco parecía ofendido por mi tono. Parecía que iba a volver a esa mirada nostálgica que siempre tenía en clase, pero algo hizo click detrás de esos ojos y me en su lugar me miró como si hubiera llamado su atención.
—Hay quien mejor hubiera preferido que lo advirtieran de quién debía cuidarse.— llevó ambos brazos a sus espaldas, como si fuera algún tipo de monje budista retirado. — pues es sabido que el diablo usa el mismo felpudo.
—¿¡Se puede saber qué estás insinuando!?—fruncí el ceño, ¿quien se creía este viejo para advertirme sobre la vida? Además que de referirse a Cristóbal, era él quien debía tener cuidado conmigo. Lo dije una vez y lo volvería a repetir, no era del tipo de chicas que bajaba la mirada ante nadie, no dudaría en ladrarle de vuelta si la situación lo ameritaba.
Poco tenía de qué advertirme este fósil metiche, ¿que el diablo vivía en la misma casa? Tonterías, yo no tengo casa.
—Quizás eres tú el que debe cuidar tus palabras, o acabarás en un manicomio antes de la jubilación.—le dije y empecé a moverme para pasar por su lado, con pasos fuertes y seguros.
—Las palabras son solo eso, Vivienne. —escuché lo último que decía mientras me perdía por el pasillo de los lácteos.
<todo lo demás suele ser exactamente lo que parece.>
—mezquino. —susurré para mi misma, o quizás no tanto porque parecía que el cajero se lo había tomado un poco personal, pero me daba igual, si tenía algún problema que me lo dijera a la cara.
Por otro lado no hacía más que pensar en Alvin, el pobre debía de estar pasándolo fatal con ese dolor de cabeza y nadie con quien hablar, con lo colorido y alegre que era, miedo me daba pensar en la posibilidad de no volver a ver esa sonrisa. No sabía que mas lo tenía tan mal, pero esperaba que aceptara la comida y que esta reabriera las puertas de nuestra confianza.
—No la acepta. —dijo el cajero.
Es el colmo.
—¿¡Disculpa!?—Me miró y parpadeó, bajé la mirada y la luz roja del aparato donde había insertado mi tarjeta. — Oh.
Fallo mío, ahora que lo recordaba, no estaba segura de poder permitirme tal compra, y encima
Gracias a haberme dejado conmover por las emociones tendría que pasar vergüenza al retirarlo todo. Por cosas como esta era que normalmente actuaba atendiéndome únicamente a la lógica y la estrategia, las únicas dos aliadas que me habían ayudado a sobrevivir.Abrí la boca para admitir mi derrota cuando una voz me interrumpió, venía desde mi espalda, pero no hacía falta que me girara para descubrir de quien se trataba.
—Ten, 100$, quédate el cambio.
Cristóbal.
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Mamá, creo que me gusta el bad boy. [+21]
Literatura FemininaEs la guerra. Él, frío y popular, pero inhumanamente atractivo y desvergonzadamente arrogante. Ella, picará con ahínco cada pedazo de su superficie, sin siquiera darse cuenta de que poco a poco, está desnudando su alma. ¿podrá él resistir el enca...