CAPÍTULO I

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No fue consciente de que la seguían hasta que más por intuición que por haber escuchado algo, se quito el auricular del oído izquierdo. Se detuvo. Trató de mantener la calma y que los pálpitos que sacudían sus oídos no la distrajeran. Los pasos que escuchó a no más de quince metros tras ella, al quitarse el auricular y detener su mp4, se habían detenido con ella. Simuló atarse los cordones agachándose y posando su rodilla izquierda en el suelo. Sus músculos estaban tensos, en guardia, listos para salir por patas y no detener la carrera hasta llegar a casa.

Había salido a caminar como acostumbraba a hacerlo los lunes y los miércoles, pero esta vez, había decidido aumentar el recorrido. Se había adentrado por un camino de monte que la llevaría hasta el pueblo contiguo tras caminar entre árboles en torno a diez kilómetros. Pensaba volver a casa en metro, como solía hacer cuando realizaba ese recorrido con su novio.

Disimuladamente y aún con el corazón en un puño, giró su cabeza para tratar de tener una visión del camino a su espalda, con tan mala suerte que el pelo salió de detrás de su oreja y calló tapando su ojo y por consiguiente su campo de visión. Con sumo cuidado y disimulo, apartó de nuevo el pelo, pudiendo al fin observar el camino. El sol se escondía en el horizonte, dejando una estampa realmente preciosa al cruce de sus rayos sin fuerza entre las hojas y los troncos de los robles que se podían ver. No lo disfruto. Realmente no llegó ni a percatarse. Aquellos pasos tras ella la habían dejado paralizada. No llegó a ver nada, nadie, ni apreció movimiento alguno. Esto la puso aún más nerviosa y alzándose de un brinco, emprendió la marcha aumentando el ritmo considerablemente.

Tras un par de kilómetros de agudizar el oído y acelerar el paso, al fin alcanzó un claro con el que dejaba atrás las sombras, los tramos oscuros, fruto de árboles tupidos y con hojas verdes, vigorosas. No había vuelto a escuchar nada. Pensó, ya más tranquila, que a lo mejor había sido fruto de su imaginación, que a lo mejor los cascos al mermar el sentido del oído, le había jugado una mala pasada..., pero seguía convencida de que alguien la había estado siguiendo. Alguien o algo al menos...

Poco después, alcanzó una zona donde los días soleados y de temperatura agradable, como era el caso, los domingueros de los alrededores e incluso del extrarradio en ocasiones, acostumbran a abarrotar. Gustan de pasar el día con sus barbacoas, algunos profesionales del carbón y la buena brasa, otros, profesionales de las pastillas de alquitrán y la costilla apestada, pero todos ellos con algo en común, las cervezas y la neverita con hielos. Los críos, de corta edad y de alta edad, en ocasiones los padres llevan mayor peligro que los hijos, vocean como locos y logran que los únicos pájaros que queden allí, aparte de sus padres y madres, sean los gorriones que engordan fin de semana tras fin de semana empapuzados de las sobras y la basura que acumulan en el bonito enclave. Para su desgracia, esta vez no había ni alma y al cruzar el lugar, se detuvo en la fuente en la que acostumbraba a hacerlo con su chico. El miedo continuaba allí. Se había atrincherado en sus huesos y ya sin disimulo alguno, trataba de analizar todo el entorno en busca de movimientos o cualquier aspecto sospechoso. Estaba desierto. El chiringuito cerrado. En la fuente no corría el agua. Pensó que podría ser un coletazo de la pandemia y que por ello mantendrían las fuentes con el agua cortada. No se sentía cómoda, y, aunque su cuerpo le pedía descanso, solían acostumbrar a tomar un café en el chiringuito y proseguir tras un corto descanso, nada en su interior la sujetaba a sentarse un rato. Emprendió camino sin pensarlo dos veces.

Cruzó la carretera por donde, casualidad no había pasado un coche en lo que ella llevaba allí, y volvió a adentrarse en otro tramo de pinares y sombras que la llevarían hasta el siguiente pueblo, donde al fin encontraría refugio en la población desconocida.

Caminó ya más calmada tras no haber detectado nada sospechoso cuando había cruzado la zona recreativa que, aunque se encontraba plagada de árboles, setos y demás frondosas, presentaba un escenario amplio y relativamente fácil de controlar visualmente. Con esa cantinela caminaba, cuando de pronto, volvió a escuchar un crujido y algo semejante a pasos tras ella. Aunque el miedo la volvió a invadir, esta vez no tuvo reparo en girarse por completo y escudriñar hasta el último rincón tras ella. No vio absolutamente nada. La ansiedad crecía, la respiración no coordinada, la presión en el pecho... Su mente calibró la situación y lejos de templar los nervios y pensar serenamente, optó por salir corriendo camino abajo con intención de dejar atrás aquello que la perseguía. Un par de kilómetros aguanto a velocidad constante y zancadas largas. El bajo desnivel descendente la ayudaba en su huida. Se había detenido en uno de los tantos cruces que existen en la ruta, y apoyadas sus manos en las rodillas, agachada y tratando de recuperar el aliento, comenzó a pensar que se estaba volviendo loca, que podía haber sido el aire moviendo unas hojas, una rama, que podía ser un animalillo que cruzando el camino y entrando a la hojarasca, que podía ser cualquier cosa...

La senda de lo desconocidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora