CÁPITULO IX

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Resbaló y fue a apoyar las posaderas contra una roca un tanto afilada, para acto seguido, seguir deslizándose hasta que logró agarrarse a un saliente y frenar la inminente zambullida. La marea estaba bajando, pero aún, apenas eran visibles unos pocos metros cuadrados de arena en la cala de las Burbullas. Hache, fiel a la hora acordada en el borrador de email consultado dos días atrás, había salido con tiempo del pequeño apartamento que había alquilado en la parte vieja de Cedeira, utilizando documentación falsa.

Había salido del portal, y este, justamente quedaba alineado con una callejuela que daba de frente con el quiosco de la plaza. El quiosco, pintado de blanco y con toques de madera, acompañado de los rallos de sol que atravesaban los huecos entre las filigranas de hierro, le conferían un toque muy romántico al lugar. Fruto de ello, afloró en Hache su lado sensible, e instintivamente, sacó el móvil del bolsillo para lograr una gran foto que no necesitaría ningún retoque para ser utilizada como cuadro en un momento dado.

Sin embargo, en ese preciso instante, fue consciente de que debía deshacerse del teléfono al menos mientras durase su periplo criminalístico. Si lo llevaba encima, podrían triangular sus posiciones y movimientos..., y como desconocía el porqué de que su socio hubiera requerido de esta reunión secreta, volvió a entrar en el portal, puso en silencio el móvil y lo metió en el buzón.

«Toda precaución es poca», había pensado, y más cuando el lío en el que se habían metido superaba con creces todas las ilegalidades que jamás hubieran hecho.

A lo largo de todo el camino recorrido, hasta el costalazo que acababa de salvar, había ido acordándose de la puta gaviota, de la maldita hora en la que se les ocurrió entrar en aquella casa de los huevos, y el puto momento en el que se vieron obligados a deshacerse de la tipeja aquella. Quien les mandaría meterse en la casa de un narcotraficante hispano-brasileño que parecía ser un simple empresario al que le iban bien los negocios. Y quien iba a pensar, que la tipa aquella era la que se encargaba de todos sus movimientos oscuros y además compartía cama y juegos locos con el narco y su mujer tapadera...

Había bajado por la calle que dejaba a su izquierda el ayuntamiento, para después de girar a la derecha, cruzar el puente que le daría acceso a la playa en forma de media luna. El tiempo lo permitía y decidió caminar por la orilla, aunque la marea lo obligaba a hacerlo cerca de la vegetación colindante. Cuando comenzaba a dejar la playa, para emprender la subida a través de un camino escarpado y alcanzar el sendero que lo llevaría hasta el faro, una gaviota de entre tantas que allí esperaban la bajada de la marea, le pegó un vuelo rasante que a punto estuvo de obligarlo a agacharse. Si hasta entonces había caminado recordando las historias pasadas, desde ese instante, vino a su mente cada escena vivida tras aquella huida lamentable.

La mujer a la que habían amordazado, amenazado, sobado y picado con la punta de una navaja, no solamente los había descrito con pelos y señales, sino que había escuchado como los muy principiantes se habían llamado el uno al otro por sus nombres. No fue con el cuento ni lloriqueando a su jefe, sino que ella misma, en cuanto el narco la desató tras haberla encontrado de aquella guisa, amordazada y atada sobre la cama, salió en busca de Hache y Carlos Alberto con tres de sus hombres de confianza. Estos, se habían separado por parejas, dos gorilas por un lado y ella con otro armario por el otro. Una tarde tardaron en dar con ellos. Ella misma y el gorila que la acompañaba, fueron los que los encontraron en San Andrés de Teixido, metiéndose un kilo de percebes con dos botellas de vino entre pecho y espalda para merendar. De buenas formas y sin llamar la atención, pero a punta de pistola, los sacaron de allí.

Los azuzaron por el costado de la iglesia para abajo, pasada la fuente y hasta el acantilado, bajando por aquellas escaleras empinadas primero, y por el húmedo sendero escarpado después. Allí los mandaron caminar hacia un punto donde nadie pudiera verlos. Aunque no era época de turisteo, siempre podía rondar algún despistado.

La senda de lo desconocidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora