I. Primer Misterio.

982 73 36
                                    

Su vida entera lo había llevado por el camino de la fé. Nunca se cuestionó que desde niño, su madre lo llevara a las grandes catedrales o a visitar las pequeñas iglesias. "Dios se encuentra en cualquier lado donde alguien una las manos en oración" le había dicho. No importaba si se trataba de un templo cubierto de oro o solamente una cruz en algún poblado alejado.

Le había enseñado que la gente más necesitada y la más privilegiada se refugiaban en su fe para aspirar una vida pacífica y la salvación eterna. Dios era así de grande. Dios era así de poderoso. Su misericordia no conocía límites y lo único que pedía a cambio, era devoción y cumplimiento de sus comandas.

Desde su ordenamiento, Aemond había sido orillado a dedicarse a una parte oculta de la fe. Los sacerdotes y obispos habían visto en él una fuerza de espíritu que sería muy útil en las labores eclesiásticas más oscuras.

Jamás olvidaría su primer exorcismo. Había sido algo que se iba a quedar en su mente como fuego en la carne. Había sido un niño apenas. Solo un poco más que un infante en manos de un ser oscuro y lleno de maldad.

Había ido simplemente para poder presenciar el rito antes de estudiar las maneras y costumbres. Necesitaban saber que tenía el espiritu para hacerlo.

En ese momento Aemond lamentó tener un estómago de acero y un rostro estoico y firme, pues en nada era congruente con su sentir. No habían podido hacer nada mientras los pequeños miembros del niño se quebraban y retorcían entre gritos de dolor y aullidos de terror. Las voces que salían de su garganta eran extrañas y sus lenguas desconocidas. Una verdadera escena de terror.

El niño murió y su cuerpo fue sepultado conforme a las reglas de la iglesia. Pero el obispo había visto en Aemond eso que buscaba para el papel. Y eso para Aemond no era más que una carga de la cual no podía deshacerse.

"Pero si es el deseo del Señor, ¿quién eres para negarte?"

Tal vez su madre había tenido razón. Los años habían pasado y el trabajo se volvía más fácil... o al menos, su desagrado y temor menguaban con cada pobre persona víctima de los demonios y entidades malignas que los acechaban.

Aemond tenía ahora treinta y cinco años. Llevaba más de quince años ordenando y diez años en la sección sacerdotal del trabajo en demonología. Había tenido que aprender infinidad de nombres, de rezos, de ritos... incluso se sentía un poco rutinario.

Era de noche y recibió una llamada. Se encontraba solo en su habitación. La casa, sola como de costumbre. Su madre había muerto hacía tiempo y de su hermano nunca supo nada una vez se declaró apóstata. Alicent nunca se recuperó de eso... tal vez eso fue lo que terminó enfermándola.

Al contestar el teléfono supo de lo que se trataba. Los gritos y gemidos de fondo no podían ser otra cosa. Una posesión.

—Por favor, Padre... se lo suplico... es mi hija. Alys... ella es tan buena...

Aemond le indicó que iría para allá en cuanto tuviera la dirección y en cuanto la recibió, se encaminó.

Una posesión más. Una de cientos, tal vez de miles que había presenciado ya...

Sabía ya bien algunos pequeños trucos que le eran de ayuda. Ir con el estómago vacío no servía. Solamente hacía que el mareo se sintiera más fuerte... comer algo pesado garantizaba que terminara devolviendo el estómago antes de comenzar el rito. A los seres infernales les divertía jugar así con los sacerdotes. Humillarlos y cuestionar su habilidad.

Tomó una barra de proteína de su alacena y una bebida de frutos con leche para poder tener algo de fuerza.

Su kit estaba ya preparado, como todas las noches en la mesita cerca de la puerta de su casa. Un portafolio de cuero con su biblia, estola, agua bendita, crucifijos, óleos, velas, sal...

Fuego infernalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora