II. Segundo Misterio

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Lucerys se las había arreglado para sobrevivir sin necesidad de hacerse notar demasiado en el cuerpo del sacerdote. Una imagen obscena por aquí o por allá y eso bastaba y no levantaba sospechas. Finalmente, hombre de fé o no, Aemond era un hombre. Un humano. Tenía deseos y su cuerpo se excitaba y reaccionaba... Que no actuara acorde era otra cuestión.

No era como que Lucerys hubiera elegido poseerlo pero no iba a dejar que un sacerdote de poca monta como Aemond simplemente lo exorcizara. Su orgullo no le daba para eso...

Un súcubo podía sobrevivir habitando la mente de humanos y solamente si estaba lleno de su energía vital podía permitirse vagar entre posesiones. Pero ese no era el caso, Aemond lo había dejado agotado. El demonio era joven, inexperto. Apenas y tenía unos cientos de años de existencia (que los humanos consideraban muchísimo)  y no era como si sus pares fueran particularmente adeptos de enseñar las maneras y formas. Cada quien se hacía cargo de sí mismo, y entre más inexpertos perecieran por sus errores, era mejor para los que les sobrevivían.

Lucerys nunca había sido exorcizado... y eso había sucedido porque no fue sutil. Un súcubo en realidad tiene que ser discreto, no abusar de su poder y no afectar excesivamente a su víctima. Odiaba esa condición de su existencia. Un parásito. Su existencia terminaba reducida a un parásito. Y en la chica Alys había excedido su estancia... o más bien, excedió la manera en la que se reveló. Por eso habían terminado por llamar al sacerdote.

Se sentía humillado, si. Pero jamás iba a permitir que el sacerdote se saliera con la suya. Iba a vengarse de él. Torturarlo y arruinar su vida, hacerlo suplicar como un perro hambriento por más demostraciones de su poder hasta que lo hundiera en el desespero y cuando se aburriera, lo dejaría a su suerte. Reducido a un ser minúsculo y necesitado, despreciado por su iglesia e incapaz de limpiar su alma después de todo lo que le mostraría y obligaría a hacer.

El demonio exploraba sus opciones. Tenía que hacerlo bien. Lento y discreto... no podía equivocarse o el clérigo se daría cuenta y arruinaría su venganza.

Lucerys presenciaba el día a día de Aemond. Un humano terriblemente aburrido. Una rutina que seguía minuto a minuto. Levantarse siempre a la misma hora, desayunar la misma aburrida avena con la misma aburrida fruta a un lado. Alimentar a su salamandra... tal vez ella era lo único interesante que tenía. Una linda salamandra verde que se enterraba en el fango y... no. También era terriblemente aburrida.

Poseer a una persona joven era mil veces mejor, si era adolescente la diversión se exponenciaba. Siempre pensando en sexo, siempre fantaseando con la gente que veían, ¿qué se supone que un súcubo hiciera ante tal invitación? Los humanos siempre hacían eso. Invitaban a los demonios a sus vidas con sus oscuras maneras y pensamientos secretos y se quejaban una vez aceptaban sus invitaciones. El anciano de arriba los había hecho tan indecisos y frustrantes... "A su imagen y semejanza" pensó el demonio.
Pasaron semanas. Su avance era lento pero constante. Plantaba preguntas en su cabeza. Cosas no tan evidentes. Curiosidad humana...

"¿La tendera de la esquina rellenaría su sostén?"

"El joven repartidor de periódicos se arregla mucho el pantalón, tal vez lo tiene grande..."

"¿La mujer que soltó un quejido al tropezarse gemirá así cuando la follan...?"

El último pensamiento fue riesgoso... tal vez demasiado y lo confirmó cuando antes de dormir, el sacerdote pasó más tiempo del habitual rezando y estudiando la Biblia.

Por la noche, cuando Aemond despertó por la madrugada, Lucerys prestó atención a su actuar. El humano se veía algo angustiado, ¿tal vez seguía repitiéndose las preguntas que Lucerys le había hecho pensar?

Fuego infernalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora