III. Tercer Misterio

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— Ya te lo he dicho, Aemond... es joven, es normal que tenga pensamientos así. No se crea una entidad divina o libre de pecado, que entonces pecaría de insolencia y orgullo...

La voz del obispo que confesaba a Aemond sonaba algo harta. El padre albino iba ya al menos tres veces por semana a confesarse. Siempre era lo mismo. Sueños eróticos, dudas impuras... pensamientos lascivos sobre la gente que veía en la calle.

— Si me preguntas a mí, te diría que te hace falta encargarte de eso. Hazlo y líbrate finalmente de los pensamientos y sólo entonces vienes a confesarte si lo crees necesario. Créeme, con alguien como tú, Dios no se molestaría... hay gente mucho peor en busca del perdón de sus pecados. Ahora márchate de aquí.

Tal vez el obispo tenía razón. Tal vez era una cuestión física y ya... algo tan inevitable como un estornudo en primavera.

Lucerys sonreía burlonamente. No podía creer su suerte. Había estado dosificando tan bien su poder sobre Aemond que este no sospechaba de su presencia, ni siquiera los otros clérigos lo hacían.

Cada sueño húmedo de Aemond volvía al súcubo más fuerte. Cada vez que el albino se hacía preguntas por si mismo o no luchaba contra las fantasías, Lucerys tenía un festín. Y sería entonces el momento de su mayor ataque hasta el momento.

Así empezaba siempre. Un súcubo podía sobrevivir medianamente en los momentos entre posesiones... pero siempre necesitaba tener energía, y la energía de la que se alimentaba era justamente de esa de los pensamientos y actos impuros y lujuriosos. Todo lo que el anciano de arriba definiera como pecado de lujuria, eso era precisamente de lo que Lucerys disfrutaba. Primero podía solamente plantar dudas, trabajar con sus alrededores. Mostrarle imágenes sin demasiada forma y después hacerlo soñar con gente que conociera...

Cuando los súcubo juntan un poco más de fuerza es cuando pueden crear imágenes más vividas. Para entonces, ya descubrieron los gustos de sus victimas. Ya saben qué rasgos encienden esa llama de deseo. Conocen mejor la manera de llamar su atención y mantenerlos interesados...

Lucerys había descubierto una cosa o dos ya sobre Aemond. No era demasiado específico... no era como que sintiera especial curiosidad por personas menores que él, tampoco mayores. No era una cuestión de edad... tampoco parecía que le llamara la atención los rasgos únicos... el cabello blanco como el suyo no le llamaba demasiado la atención, ni siquiera los ojos con colores únicos.

Cabello castaño, ojos cafés, rizos cortos.

Eso es lo que había descubierto. Para su mala suerte, es así como se veía él en su forma humana, pero decidió ignorar ese detalle. Si podía usar esos rasgos para atacarlo, mejor para él.

Ahora solamente tenía que esperar. Cuando Aemond tuviera otro sueño húmedo por su cuenta, entonces Lucerys aprovecharía de crear para él imágenes impropias de personas imaginarias con esos rasgos que le atraían. Así no sospecharía y con algo de suerte, se permitiría un desliz humano.

Era de noche, Aemond regresaba a su casa después de haber ofrecido una serie de misas bastante largas en unas comunidades cercanas a su ciudad. Si algo tenía que agradecer de su trabajo como exorcista, era que no era algo tan habitual. Habían pocos casos de posesiones en general y los que estaban bajo jurisdicción de su parroquia eran aún menos... así que eso le permitía ofrecer misa y dedicarse a otras labores eclesiásticas.

Estaba agotado pero siguió paso a paso su rutina. Dejar su maletín en el perchero de su pared, retirarse su abrigo y colgarlo en el gancho, ir a su cocina, beber un vaso de agua y luego ir a hablar un rato con Vhagar, que ahora estaba descansando en un pequeño charco húmedo en su terrario. Tenía una de sus patas apoyadas en en vidrio y Aemond lo encontró adorable. Puso su dedo en el cristal así como tocando la patita de su salamandra.

Fuego infernalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora