Al oír este grito, toda la tripulación se precipitó hacia el arponero; comandante, oficiales,
contramaestres, marine-ros, grumetes y hasta los ingenieros, que dejaron sus máqui-nas, y
los fogoneros, que abandonaron sus puestos. Se había dado la orden de parar, y la fragata
ya no se desplazaba más que por su propia inercia.
Tan profunda era ya la oscuridad que yo me preguntaba cómo había podido verlo el
canadiense, por buenos que fue-sen sus ojos. Mi corazón latía hasta romperse.
Pero Ned Land no se había equivocado, y todos pudimos advertir el objeto que su mano
indicaba. A unos dos cables del Abraham Lincoln y por estribor, el mar parecía estar
ilu-minado por debajo. No era un simple fenómeno de fosfo-rescencia ni cabía engañarse.
El monstruo, sumergido a al-gunas toesas [L6] de la superficie, proyectaba ese
inexplicable pero muy intenso resplandor que habían mencionado los informes de varios
capitanes. La magnífica irradiación debía ser producida por un agente de gran
poderluminoso. La luz describía sobre el mar un inmenso óvalo muy alargado, en cuyo
centro se condensaba un foco ardiente cuyo irresis-tible resplandor se iba apagando por
degradaciones suce-sivas.
No es más que una aglomeración de moléculas fosfores-centes exclamó uno de los
oficiales.
No, señor repliqué con convicción. Ni las folas ni las salpas son capaces de producir
una luminosidad tan fuerte. Ese resplandor es de naturaleza eléctrica... Además, ¡mire, mire
cómo se desplaza! ¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás! ¡Se precipita hacia nosotros!
Un grito unánime surgió de la fragata.
¡Silencio! gritó el comandante Farragut. ¡Caña a bar-lovento, toda! ¡Máquina atrás!
Los marineros se precipitaron hacia la caña del timón y los ingenieros hacia sus máquinas.
El Abraham Lincoln, aba-tiendo a babor, describió un semicírculo.
¡A la vía el timón! ¡Máquina avante! gritó el comandan-te Farragut.
Ejecutadas estas órdenes, la fragata se alejó rápidamente del foco luminoso. Digo mal,
quiso alejarse, hubiera debido decir, pues la bestia sobrenatural se le acercó con una
veloci-dad dos veces mayor que la suya.
Jadeábamos, sumidos en el silencio y la inmovilidad, más por el estupor que por el pánico.
El animal se nos acercaba con facilidad. Dio luego una vuelta a la fragata cuya marcha era
entonces de catorce nudos y la envolvió en su resplandor eléctrico como en una polvareda