Mobilis in mobile

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Ese rapto tan brutalmente ejecutado se había realizado con la rapidez del relámpago, sin

darnos tiempo ni a mis compañeros ni a mí de poder efectuar observación alguna. Ignoro lo

que ellos pudieron sentir al ser introducidos en aquella prisión flotante, pero a mí me

recorrió la epidermis un helado escalofrío. ¿Con quién tendríamos que habérnos-las? Sin

duda con piratas de una nueva especie que explota-ban el mar a su manera.

Nada más cerrarse la estrecha escotilla me envolvió una profunda oscuridad. Mis ojos, aún

llenos de la luz exterior, no pudieron distinguir cosa alguna. Sentí el contacto de mis pies

descalzos con los peldaños de una escalera de hierro. Ned Land y Conseil, vigorosamente

atrapados, me seguían. Al pie de la escalera se abrió una puerta que se cerró

inme-diatamente tras nosotros con estrépito.

Estábamos solos. ¿Dónde? No podía decirlo, ni apenas imaginarlo. Todo estaba oscuro. Era

tan absoluta la os-curidad que, tras algunos minutos, mis ojos no habían podido percibir ni

una de esas mínimas e indetermi-nadas claridades que dejan filtrarse las noches más

cerra-das.

Furioso ante tal forma de proceder, Ned Land daba rienda suelta a su indignación.

-¡Por mil diablos! exclamaba. He aquí una gente que podría dar lecciones de

hospitalidad a los caledonianos. No les falta más que ser antropófagos, y no me

sorprendería que lo fueran. Pero declaro que no dejaré sin protestar que me coman.

Tranqudícese, amigo Ned, cálmese dijo plácidamente Conseil. No se sulfure antes de

tiempo. Todavía no estamos en la parrilla.

En la parrdla, no replicó el canadiense-, pero sí en el horno, eso es seguro. Esto está

bastante negro. Afortunada-mente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para

servirme de él. Al primero de estos bandidos que me ponga la mano encima...

No se irrite usted, Ned le dije, y no nos comprometa con violencias inútiles. ¡Quién

sabe si nos estarán escuchan-do! Tratemos más bien de saber dónde estamos.

Caminé a tientas y a los cinco pasos me topé con un muro de hierro, hecho con planchas

atornilladas. Al volverme, choqué con una mesa de madera, cerca de la cual había unas

cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapiza-do con una espesa estera de

cáñamo que amortiguaba el rui-do de los pasos. Los muros desnudos no ofrecían indicios

de puertas o ventanas. Conseil, que había dado la vuelta en sen-tido opuesto, se unió a mí y

volvimos al centro de la cabina, que debía tener unos veinte pies de largo por diez de

ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura.

Había transcurrido ya casi media hora sin modificación alguna de la situación cuando

nuestros ojos pasaron súbita-mente de la más extremada oscuridad a la luz más violenta. Nuestro calabozo se iluminó repentinamente, es decir, se lle-nó de una materia luminosa

Veinte mil leguas de viaje submarino.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora