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Inspirando profundo, Jeno volvió sus ojos al techo, implorando a los cielos que lo armaran de paciencia. Hacía más de media hora que lo tenían de pie, con las manos esposadas a la espalda, sin dirigirle la palabra ni permitirle hablar con nadie, mientras esperaban que ocurriera vaya Dios a saber qué cosa.

Ya no se encontraba en el hospital, sino en lo que le informaron vagamente era un departamento policial, al que lo habían llevado metiéndolo a empujones dentro de un auto negro sin ningún tipo de identificación. No se había cruzado con nadie en aquellos fríos pasillos grises, pero aunque no estaba familiarizado con ese tipo de lugares, nada allí se asemejaba a una alcaldía convencional.

La habitación en la que lo habían introducido sin mucha delicadeza, era pequeña y fría: unos tres metros cuadrados sin ventanas y toda pintada de blanco, con un deprimente tubo de luz, un escritorio de metal gris en el centro y una puerta a la izquierda que cerraba con la pesadez de una caja fuerte. Nada más. Con aquel asombroso mobiliario en el cual distraer su mente, Jeno no tenía más remedio que contemplar aquellos fríos ojos grises que lo miraban desde el otro lado de la mesa, y que no se habían despegado de su rostro desde que entraran. Aunque le hubieran permitido voltearse, detrás tampoco tenía mucha acción: solo dos guardias, uno a cada lado, de pie como él, firmes y esperando órdenes con la disposición de un perro de caza.

Sobre el escritorio habían desparramado los objetos personales que llevaba con él: su billetera (de la cual habían retirado oportunamente todo el dinero), las llaves del hotel, el pase a la pista, pañuelos descartables, y un inocente paquete de caramelos de menta. En el centro, por supuesto, su posesión más preciada: sus patines. Desparramados por el suelo habían quedado su mochila, abrigo, bufanda y guantes.

—¿Pensabas terminar hoy tu trabajo? —preguntó al fin el oficial de ojos grises, que hasta el momento no se había molestado en identificarse con un nombre—. Vaya que eres perseverante... ¿Qué significa esto? —demandó señalando con un gesto de su cabeza, mientras tomaba otro de los caramelos que venía consumiendo sistemáticamente.

—Solo son patines —respondió Jeno con fingida inocencia.

—¿Patines? ¿A estas horas?

—No suelen dejarse llevar por el reloj, siguen siendo patines a toda hora. Al menos los míos.

Los ojos grises se entornaron peligrosamente.

—¿Para qué los traes?

—Verá, tal vez le suene extravagante, pero algunos tenemos la curiosa costumbre de usarlos para patinar.

El alemán arrugó lentamente el paquete vacío de caramelos, sin quitarle sus gélidos ojos de encima. Al parecer no tenía mucho sentido del humor.

—Sí —respondió con peligrosa suavidad—, pero tú también tienes la curiosa costumbre de utilizarlos para romperle el cráneo de tus competidores.

Jeno apretó los dientes para no responder. Su carácter combativo le exigía a gritos que replicara y pusiera en su lugar a ese tipo, pero si algo había aprendido de las películas norteamericanas era que todo lo que dijera podría ser usado en su contra. Por ende, guardó silencio.

El oficial apoyó los codos sobre el escritorio y el mentón sobre sus manos cruzadas.

—¿Por qué quieres matarlo? —preguntó con sospechosa amabilidad—. No creo que sea por intentar opacar tu talento, ¿verdad? Según tú mismo aún no ha nacido quien pueda ganarte. ¿Por qué es entonces? ¿Acaso no quiso acordar contigo otro tipo de trato? ¿Le hiciste a tu amiguito una propuesta indecente y se negó...? —Jeno volvió su mirada fría como el hielo mientras el alemán lanzaba una risa sarcástica—. Tal vez sea eso... Quizás le propusiste un acercamiento un poco más íntimo, un acercamiento que le causó repulsión...

Sangre sobre hielo [NOMIN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora