Final

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Sana había intentado detener los latidos de su corazón. No logró conseguirlo gracias a que su madre llegó en el momento idóneo y la sacó del agua. Ella quería recuperar a su hija, quería salvarla de esa oscuridad que la devoraba día a día; sin comprender que era imposible para Sana ser algo más que un cadáver obligado a seguir respirando.

—¡Sana, abre la puerta! —gritó su madre, desesperada. Ejerciendo presión en el pomo de la puerta, intentando abrirla sin éxito.

Sana negaba, gritándole que se fuera, que no quería ver a nadie. Su delgado y fatigado cuerpo temblando. Toda ella siendo un caos en su existencia. Sin espacio para el razonamiento, su destrozado corazón vociferando por ella. Ese día los demonios jugaban con Sana. Distorsionaban todo frente a sus ojos, enseñándole recuerdos de Tzuyu, de los días que se amaron. Y Sana solo quería arrancarse la piel, solo quería desaparecer para que dejara de doler. Ya no podía seguir soportándolo. Era ácido y quemaba, una y otra vez. No sanaría nunca; Tzuyu no se lo permitiría. La luz molestaba sus ojos, el aire que entraba en su pecho hacía doler los huesos de sus costillas y el sonido de voces que no eran las de Tzuyu, hacía que tapara sus orejas.

—Por favor, hija —sollozó su madre. Golpeando la puerta con suavidad—. S-sal de ahí, ¿sí? T-tengo una nueva historia. E-es para ti, amor. Es de las que te gustan.

Sana dejó de pellizcar la piel de sus manos y miró en dirección a la puerta. Cuentos, historias de amor con finales eternos. Algo que ella con Tzuyu no tuvo; era lo único que lograba devolverle un poco de humanidad. Se colocó de pie, ayudándose por la cama. Sus delgadas piernas no eran más que piel y huesos. Trastabillando con sus descalzos pies llegó hasta la puerta. Al abrirla vio a Azumi, su madre sonreía y respiraba entrecortada.

—Y-yo...

—Shhh —siseó Azumi—. Está bien, amor.... Está bien, ¿sí? —Abrazó a Sana, permitiendo que su hija se aferrara a ella y sollozara, pidiendo perdón entre hipidos—. No, amor. No me pidas perdón, todo estará bien. Eres fuerte, mi bebé. Eres tan fuerte... Tzuyu estaría orgullosa de ti, ¿bien? Porque estás viviendo, como ella quería que lo hicieras.

Sana asintió. La culpa creciendo en su vientre y es que su madre tenía razón. Tzuyu le dijo que viviera, que comiera y la japonesa no lo estaba haciendo.

—M-me va a odiar —hipó, tragando sus lágrimas—. E-estoy horrible y me va a odiar.

—No, amor. Eso es imposible. ¿No me dijiste que ella te ama? El amor no mira el aspecto de una persona. —Azumi se separó de Sana y limpió sus mejillas, repasándolas con sus pulgares—. ¿Quieres hablarme un poco de ella y luego te leo la historia?

Sana asintió y dejó que su madre tomara su lastimada mano. Azumi fingió no ver las heridas y rasguños en esta, guiando a su hija hasta el salón donde ambas se sentaron en un mullido sofá.

—Lo siento —susurró nuevamente la castaña—. N-no quiero hacer esto... p-pero no sé cómo detenerlo.

—Sana, está bien. Ya te lo dije... No te sientas culpable, ¿de acuerdo? —Sana asintió, sorbiendo su rojiza nariz—. Ahora, ¿qué quieres recordar?

Sana apretó los labios mientras pensaba. Quería recordarlo todo, pero no diría eso. Azumi siempre la dejaba hablar de Tzuyu, era la única forma en que podía dejar salir un poco de todo el amor que guardaba en su pecho; tanto amor que parecía, iba a desbordarse.

—Ella... —comenzó—. Era muy estricta. —Sonrió al recordar la rutina militar de entrenamiento de Tzuyu—. Y-y yo una vez... me enojé tanto, porque siempre estaba entrenando. Así que... entré al gimnasio y... rompí su saco de boxeo favorito.

𝕻𝖗𝖎𝖘𝖎𝖔𝖓𝖊𝖗𝖆 - 𝕾𝖆𝖙𝖟𝖚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora