XXV

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Da el veneno con miel, así no lo notarán y serán felices hasta que sea demasiado tarde... Su mano tembló al firmar los papeles legales de la libertad condicional. Mina aferrándose a ella en todo momento; no podía siquiera mirarla a los ojos. En ese momento no sentía nada más que repulsión por la que era su mejor amiga. Estaban en una grisácea oficina, con una mujer de expresión aburrida que le indicaba a Mina todo el procedimiento a seguir. El molesto sonido de un viejo y oxidado climatizador a su espalda.

—¿Todo en orden entonces? —preguntó Mina.

Sana no levantaba sus ojos del suelo.

—Sí. Mientras se mantenga alejada de problemas no la veremos nuevamente por aquí. El arraigo nacional se revocará dentro de tres meses. — Mina asintió y le extendió la mano a la encargada de los trámites judiciales.

—De acuerdo. Muchas gracias. —Uno de sus brazos se aferraba a Sana, a la chica de facciones filosas que parecía, iba a desmayarse en cualquier momento. Marchita. Vulnerable. Rota. Sucia. Enamorada. De Tzuyu; siempre suya. Escondiendo celosamente el tatuaje de su dedo anular del mundo. Parpadeando con lentitud, sin enfocar la mirada en nada.

—Vamos, Sana.

Se dejó arrastrar por Mina hasta la entrada de Camp Alderson. Como una perdedora, sin nada en sus manos además de la historia tatuada en su cuerpo, con tinta y cardenales de besos. Escuchando algunos gritos y vociferaciones a sus espaldas a medida que se alejaba. Las bestias de Tzuyu, las súbditas de la emperadora. Sana sonrió. Porque su historia no moriría, había quedado plasmada en aquellas paredes de concreto y barrotes oxidados. Había testigos, mujeres caídas sin alma que atestiguarían en el más allá cómo la emperadora de la prisión cayó por una simple prisionera. Como esa prisionera le entregó todo, hasta el tuétano de sus huesos. Y ahí estaba, fingiendo que comprendía el movimiento de los labios de su mejor amiga, quien al parecer intentaba decirle algo, pero nadie podría condenarla por ello, no era su culpa. Un amor tan dulce, tan intenso. La hacía curvar sus labios en una sutil sonrisa, de solo recordar la forma en que Tzuyu la veía cada vez que terminaban de follar, con tanta devoción y miedo... Porque Sana era la única que podía amarla, era la única que podía dañarla. Mierda, genuinamente no podía creerlo. Al principio incluso contaba las sonrisas de Tzuyu, las reales. Temerosa de que no hubieran más. Con el tiempo perdió la cuenta y ahora lo lamentaba. Porque quería recordarlas todas, quería tenerlas presente cada vez que cerrara los ojos.

—Sana, ¿estás escuchando? — Mina chasqueó sus dedos frente a Sana, quien parpadeó y sacudió la cabeza—. Te decía que por hoy te quedarás en mi piso y mañana iremos a tu casa, ¿de acuerdo?

Sana se encogió de hombros. Como si le fuese a importar alguna mierda a donde Mina la llevara. Se sentó en el asiento trasero del vehículo de Mina, mirando al techo de este. Cuando la abogada comprobó que Sana tuviera el cinturón de seguridad puesto, igual que lo haría una madre, se sentó en el asiento del conductor. Sana bajó la vista a su mano izquierda. Su resentido tatuaje de anillo nupcial frente a sus ojos. Llevó la mano a sus labios y besó su dedo anular, con sus orbes cerrados y la desoladora angustia propagándose por su torrente sanguíneo. El vehículo se puso en marcha y Sana se dedicó a mirar por la ventana. Estaba libre, fuera de prisión, lejos de aquel sucio mundillo de criminales. No podía apreciarlo, no podía disfrutar el aire que llegaba a sus pulmones, ni la idea de que esa noche dormiría en una cama blanda y que podría tomar un baño en el enorme jacuzzi de Mina. No podía disfrutar la libertad de su cuerpo puesto que su corazón seguía rehén.

—Azumi está realmente feliz, Sana. Ha preparado todo para que estés a gusto, incluso compró las últimas películas... — Mina soltó una risilla negando con la cabeza—. Azumi comprando películas. Nunca deja de sorprenderme.

𝕻𝖗𝖎𝖘𝖎𝖔𝖓𝖊𝖗𝖆 - 𝕾𝖆𝖙𝖟𝖚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora