Capítulo Cinco.

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Jean estaba sorprendido de que le hubiera dejado conducir. Pero aún le sorprendía más su comportamiento.

La miró de reojo. Estaba mirando el cielo matinal por la ventanilla, con el cabello al viento. No le veía los ojos, que ocultaba tras unas gafas, pero sí la sonrisa y los hoyuelos en las mejillas.

Se había dejado la blusa desabotonada, por lo que se le veía la camiseta que llevaba debajo, ceñida a su cuerpo.

«Libertad»

La palabra se le ocurrió de inmediato. Los dos la anhelaban, pero Maysa había captado su esencia. Quería que ella siguiera mostrando esa ausencia de inhibiciones.

Deseaba más de lo que habían compartido la noche anterior, y lo más importante: quería vengarse del hombre que le había robado la seguridad en sí misma y la había dejado marcada de por vida.

La muerte no sería suficiente para él.

—No deberíamos detenernos en la ciudad —dijo Maysa volviéndose hacia él al tiempo que sonreía—. Deberíamos escapar sin decir a nadie adónde vamos.

Su entusiasmo era contagioso. En el pasado había hablado muchas veces de lo mismo.

—¿Y adónde iríamos?

—No lo sé. Al sur, al mar; o al norte, para cenar en los mejores restaurantes y alojarnos en los mejores hoteles.

Él deseó que pudieran llevar una vida tan despreocupada.

—Los dos tenemos responsabilidades.

—¿Qué ha sido de tu espíritu aventurero?

—Lo he sustituido por la corona.

—Eso es una farsa —señaló a su izquierda—. Para aquí.

Le indico un espacio de tierra al lado de la carretera.

—¿Para qué?

—Sólo hazlo, por favor.

Él la obedeció y apagó el motor.

—¿Vas a dedicarte a ver pasar los coches?

Ella se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta del coche.

—No, vamos a sentarnos a ver las montañas.

Se bajaron y fueron a la parte trasera del vehículo. Ella abrió la puerta de atrás, se sentó y palmeó el espacio a su lado.

Estuvieron en silencio un rato mirando.

—Desde aquí se ve el palacio —afirmó ella rompiendo el silencio—. Y también Mabrúuk. Deberíamos ir un día a explorar la zona.

—Cuando Libardo y Marían estuvieron en la montaña, se trajeron dos recuerdos de vuelta. Libardo sabía las posibles consecuencias, pero, de todos modos, decidió correr el riesgo.

—¿No te creerás ese mito de la fertilidad en la montaña?

—Los lugareños lo siguen creyendo.

—Pues yo no. Se necesita algo más que una montaña para hacer un bebé.

—No me había dado cuenta —dijo él con una sonrisa burlona.

Ella le dió una palmada en el brazo.

—Estoy segura de que no hará falta que te explique el proceso de la procreación.

Él se acarició la barbilla y fingió pensar.

—No me importaría oírlo si me lo explicas en términos comprensibles.

—¡Caramba, majestad! ¿Me está pidiendo que le diga guarrerías?

Deseo. Un Amor Del Pasado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora