Capítulo Diez.

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—¡Es un milagro! ¡Estás sentado!

Al oír una voz con acento británico, Jean alzó la vista de sus notas y vio que Orson entraba en el despacho, seguido de Marian y Libardo.

—No recuerdo haberlos llamado.

Libardo se sentó en una silla sin pedir permiso.

—Como no nos has llamado en respuesta a nuestra petición de celebrar una reunión familiar, hemos tomado la iniciativa y hermosa venido a verte.

Jean agarró la pluma de oro con las dos manos y la fuerza suficiente para partirla por la mitad.

—El consejo se reúne mañana por la tarde y debo prepararme. Por tanto, está reunión ha concluido.

—No vamos a irnos hasta que los escuches —dijo Orson mientras se sentaba al borde del escritorio.

—Entonces, hablen y acabemos de una vez. Pero dense prisa o me marcharé a mi habitación y cerraré la puerta con llave.

Libardo y Orson se miraron. Marían había quedado un poco alejada de ellos.

—Estamos aquí por Maysa.

Oír su nombre lleno de pesar a Jean, el mismo que había sentido desde que se separaron.

—¿Los ha llamado?

—No sabe que estamos hablando de ella —prosiguió Orson—. Pero, como parece que la has dejado en la estacada, nos ha parecido necesario defenderla. En otras palabras, ruégale paga que vuelvan a estar juntos.

—Es imposible. Su relación conmigo solo serviría para destruir su buena reputación como médico en la comunidad. Ya ha sufrido bastante.

—Si te refieres a su condición de divorciada —afirmó Libardo— en Estados Unidos es muy habitual que la gente cambie de cónyuge con tanta frecuencia como de ropa interior.

—¿Debo recordarte que aquí no tenemos las mismas leyes ni las mismas costumbres?

—No hace falta, lo sé por experiencia. Tal vez se te haya olvidado que yo elegí casarme con Marian y que mi desición no nos ha causado prejuicio alguno.

—Ya no eres rey, Libardo, me cediste el honor. Mi vida privada se examina con lupa todos los días, y no estoy dispuesto a someter a Maysa a ese escrutinio.

—Pero sí lo estás a que todos tengamos que soportar tu mal humor porque piensas tanto en ella que eres incapaz de actuar con normalidad —replico Libardo.

—La desición de cortar toda relación con ella no ha afectado mi deber.

—¡Maldito sea el deber, Jean! —exclamó Orson—. El deber no sustituye el cariño de una mujer, ni te exculpa por castigar a todo mundo por tus fallos.

—Si sabes lo que te conviene, Orson, déjame en paz.

Marian levanto la mano como si estuvieran en un aula.

—¿Puedo decirte una cosa, Jean?

—Por favor —contestó él, haciéndole un gesto para que se acercara.

—Solo quería decirte que, cuando he llevado a pasear a los gemelos por el pueblo, he hablado con algunos de tus súbditos y todos creen que estás haciendo una gran labor.

—Me alegro de oírlo. Razón de más para no producir un escándalo.

—Asimismo, me he tomado la libertad de indagar en el pasado de Ralf de la Peña. Según los contactos que tengo en Europa, tiene una historia de violencia contra las mujeres, concretamente contra tres exesposas y una amante, aunque se sirvió de su influencia para que se retiraran los cargos.

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⏰ Última actualización: Apr 26 ⏰

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