Mamá siempre nos contaba una historia antes de dormir. Era la historia de nuestros ancestros, los Lobos, quienes solían vagar los bosques de Alaska. Ella decía que, una noche, Luna había bajado a la tierra en búsqueda de aventura y se había encontrado con un enorme Lobo blanco de ojos ambarinos. Luna, cegada por tanta belleza, le pidió a su nuevo compañero que la guiara. Lobo y Luna pasaron horas recorriendo los montes y bosques cercanos. Visitaron enormes cascadas de agua, ríos e incluso el mar. Siendo hora de volver, Luna le pidió al Lobo que una vez al mes, cuando la viera redonda y grande, la llamara. De esa manera ella bajaría a la tierra y ambos podrían recorrer el mundo entero en compañía del otro. Desde entonces, una vez al mes, el gran Lobo Blanco aullaba llamando a Luna, su compañera de viaje.
Era una historia preciosa y siempre me preguntaba si alguna vez bajaría si decidía llamarla. Pero mamá siempre explicaba que nuestras voces ya no eran tan potentes como la de los Lobos. Que hacía años nadie había vuelto a ver a Luna.
Una tarde, mientras jugueteaba con mis hermanos, mamá salió en búsqueda de comida. Las horas pasaban y mamá aún no regresaba. Mis hermanos comenzaron a asustarse y fue entonces cuando decidí que quizá era hora salir a buscarla. Siempre había sido el cachorro más valiente de la manada. Era, después de todo, el más grande y revoltoso. Les pedí que se tranquilizaran, que volvería con mamá. Y, sin pensarlo muy bien, me encaminé hacia la oscuridad del bosque donde nos encontrábamos.
Mis ojos se acostumbraron rápidamente y me permitieron ver por dónde iba. Si estaba Luna observando no podía decirlo, ya que las copas de los árboles tapaban el inmenso manto de cielo. El instinto de ladrar para encontrar a mamá era enorme, pero así también lo era el de supervivencia. Nunca nos habíamos movido del pequeño espacio de tierra donde habíamos nacido. Y mamá siempre había estado allí para defendernos de cualquier criatura que osara acercarse a nosotros. No conocía los peligros de aquel bosque y temía que, si emitía sonido, algún ser no grato saliera a mi encuentro.
Vague por horas y no parecía haber rastro de mamá. Era como si la tierra se la hubiera tragado. Las plantas no retenían información sobre su aroma y en el suelo no se observaba ninguna huella que me indicara que ella había estado allí. Comenzaba a hacer frío y mi estómago no dejaba de gruñir. Pensé en mis hermanos y en lo desesperados y aterrados que se debían encontrar en ese momento.
Llegué a un claro en donde la luz de Luna alumbraba las enormes praderas que se abrían adelante, dejando el majestuoso bosque por detrás. Era realmente hermoso. Le pedí a Luna mentalmente que me ayudara a buscar a mamá, pero ella no pareció escuchar mi súplica. Decidí, entonces, aullar. Más bien sonó como una especie de gárgara bajita, pero era todo lo que mi voz podía hacer. Cabizbajo y sin respuesta del majestuoso redondel de luz, decidí que debía volver a casa.
Dando la vuelta e ingresando nuevamente en el bosque me percaté de que no sabía regresar. La humedad que reinaba en el monte escondía a la perfección los rastros de olor que había dejado al avanzar por él. Quizá por eso no podía percibir a mamá. Deambulé por horas intentando reconocer mis huellas, o algo que me indicara que mis hermanos se encontraban cerca. Pero la oscuridad me absorbía más y más con cada paso que daba. Estaba perdido. De pronto, un ruido fuerte a mis espaldas me sobresaltó e hizo que un ladrido agudo saliera de mis pulmones. Recuperándome del susto, giré sobre mis cuatro patas e intenté divisar entre los árboles. Fue entonces cuando la vi. Una hermosa muchacha de cabello blanco y largas túnicas me observaba no muy lejos de donde yo me hallaba.
—Aquí estás. Te he buscado por todas partes.
Luna había venido a rescatarme. Moviendo la cola frenéticamente, corrí hacia ella y me abalancé sobre sus brazos. Luna me tomó en ellos y me acunó con amor, acariciando mi húmeda y embarrada piel. Había escuchado mis ofrendas y había venido por mí. La historia era cierta. Caminó conmigo a cuestas unas cuantas horas hasta llegar a una especie de cueva rara donde mis hermanos gritaban mi nombre. Mamá estaba allí también. Luna me depositó en la cueva con cuidado junto a mi ya reunida familia. Sonriendo una última vez dijo:
—Mis pequeños, una nueva vida los espera. Ya están a salvo.
Y cerrando la cueva, Luna se desvaneció.
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CUENTOS CORTOS
DiversosAquí yacen aquellos fragmentos cortos o cuentos que surgen en la mitad de una noche, en el viaje a casa en tren, en la espera de un aeropuerto; o en aquellos lugares del imaginario que cada tanto, asaltan a la realidad.