El Vuelo de Fokker (Parte I)

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«No puede ser real. No puedes estar aquí. No tiene sentido

que estés aquí. Además, me niego a creer que estés aquí».

Doctor Emmet Brown


«Un buen aterrizaje es uno tras el cual puedes alejarte

caminando. Un gran aterrizaje es uno después del cual

el avión puede volver a utilizarse».

Anónimo


EL VUELO DE FOKKER

I

«Cathay 603 Pesado, autorizado a despegar en la pista 09, en el aire contacte terminal de radar 120 decimal 7, buen viaje», les indicó la controladora de la torre del Aeropuerto Internacional de Tokio por la frecuencia de radio.

—Autorizado a despegar en la pista 09 y en el aire contactaremos con radar en 120.7. Cathay 603 Pesado. Buenas tardes —contestó Hoji Fujita, el copiloto del Boeing 747 de Cathay Pacific Cargo.

Mientras el Capitán James Fokker soltaba los frenos y aceleraba, les llegó el zumbido ascendente de los cuatro motores General Electric dispuestos en ambas alas.

Eighty knots —indicó Fujita en el primer tercio de la pista, luego al pasar la intersección con la pista 03—: V1... Rotate.

Ésa era la señal para que Fokker levantara el avión. Jim bajó los flaps y la aeronave de trescientas cuarenta toneladas se despegó del suelo, flotando igual que una pluma.

—Gear up —pronunció finalmente el copiloto y las manos de Fokker movieron un interruptor que elevó el tren de aterrizaje.

Aquél, inició como otro vuelo de rutina de los miles en la bitácora de Jim Fokker. Las corrientes estaban a su favor, buena visibilidad y sin turbulencia la mayor parte del trayecto sobre el océano Pacífico. Si todo marchaba bien, llegarían a la Ciudad de México a las 7:30 a.m. aproximadamente y luego volarían otras once horas hasta Nyhamn, justo a tiempo para el pavo del Día de Gracias. Después de eso, pasaría el fin de semana con los niños y se olvidaría del trabajo hasta el próximo lunes.

Hoji nunca hablaba mucho y eso estaba bien. Fokker prefería quince horas de silencio a la cháchara ininterrumpida de Maxwell, con quien volaría la semana entrante. Hoji sólo abría la boca cuando debía, además, era un primer oficial eficiente.

Cuando se pusieron en contacto con la frecuencia de radar, el controlador les informó que necesitaban hacer una modificación a la ruta de su plan de vuelo, por un huracán que estaba abriéndose paso de manera inesperada desde el sureste de México. Debían abandonar la aerovía habitual y tomar una alterna.

«Cathay 603 Pesado, ascienda a dieciochomil pies y mantenga altitud».

—Mantenemos en dieciocho. Cathay 603 Pesado —respondió Fokker.

Continuaron su vuelo sobre la nueva aerovía por más de una hora, sin otra cosa a la vista que los relámpagos en el horizonte y las gotas de lluvia cada vez más gruesas que azotaban las ventanillas de la cabina. Fokker pensó que el cielo se veía extraño esa noche, tenía un color anormal que no recordaba haber visto nunca, una especie de brillo iridiscente que se acentuaba cada vez que un rayo cruzaba el cielo. Parecía algo sacado de una película de Ridley Scott.

—¿Es eso común por esta ruta? —preguntó el copiloto.

Al igual que Jim, Fujita tenía más de veinte años volando y parecía que ninguno de los dos había visto en el cielo aquel extraño fenómeno.

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